La virgen que nunca vimos

Fiesta del Carmen, pretexto para motivar la memoria



Jugaba quien quisiera; a veces, descalzos. La falta de elementos (e implementos) era lo de menos. Algunos, con cara de vaca adormecida por los efectos de la “goma”, llegaban puntuales a la cita de todos los 16 de julio por la mañana.

El equipo de la aldea –El Peñarol– como anfitrión insustituible lucía su camisola azul y rojo. Los hermanos Escobar, los Morales, los Monterroso, dominaban en jerarquía en el cuadro. En el fondo de la barranca, el diminuto campo de fútbol se regodeaba entre cipreses, pinos y alisos; la gramilla, transformada en polvo y tierra removida por la lluvia del día anterior.

Era la fiesta patronal, el día en que desde las más lejanas serranías salían hombres y mujeres para ofrecer tributo a la Virgen de Carmen, matrona de la pintoresca aldea a la que se accedía por la vieja carretera que pasaba por el Cementerio General… O por la carretera que entroncaba desde la aldea Buena Vista.

Nunca supe qué día empezaban las festividades religiosas y los eventos sociales. Para nosotros empezaba el mismo 16 de julio con una cuadrangular de fútbol en la que, obvio, no podía faltar el Peñarol. De Palestina llegaban cualquiera de los equipos tradicionales: El Comunicaciones, de Arnulfo Monterros
o y Mario Escobar; el América de don Chava Monterroso, el JUPA de los hermanos Morales (y toda la patojada ya entrada en la juventud); el IDPA, de los güiros que el JUPA no aceptaba por su edad, ó el Maritza, de El Edén.

Wilson Monterroso Godínez, infaltable como árbitro, cuando no se ponía la camiseta del América. Nunca había un suplente en la banca; no alcanzaba, muchas veces, para completar los once de cualquiera de los equipos. Lo que sí había de sobra eran patadas, empujones. Y “tapotas”, de esas que recordaban a la madre de cada jugador pero más, del árbitro cuando la vista le traicionaba.

Era la fiesta del Carmen. El mero 16 de julio. Ahí empezaba el día.
Yo siempre fui malo para las patadas. Solía caerme solo frente al balón que por cierto, era de cuero proveniente de las curtidoras de Xela. Había qué tener mentalidad de suicida para soportar los pelotazos en la espalda. Las marcas que dejaba el balón eran casi perpetuas. Y más si estaba semiinflado.


Las enemistades ganadas en el campo de fútbol, pronto se disipaban. Al pitazo final del último encuentro, en estampida, los jugadores locales corrían a sus casas para darse un baño, ponerse ropa limpia (la mayoría, en honor a la
Virgen del Carmen, estrenaba trapos). Los visitantes nos conformábamos con secarnos el sudor y ponernos la ropa encima de la mugre. Los ganadores del torneo, por lo general, no se despojaban del uniforme, para presumir la hazaña.

Jocóm con carne de coche, habas verdes, arvejas, ayote tierno y tamales de hoja de milpa, como comida tradicional; algunas veces, caldillo de gallo o gallina. Reponer fuerzas era urgente.


Cerca del atrio de la Iglesia en fiesta, los Cardona, la marimba de Wiliam Morales o los Chunes, afinaban instrumentos. Eran infaltables; hasta parecía que se turnaban para amenizar la fiesta de cada año. Las patojas de la aldea, orgullosas, lucían vistosos vestidos de color celeste, blanco o rojo.

Todo les causaba gracia. A nosotros, emociones esperanzadoras. Casi siempre agarrábamos novia nueva cada año. Éramos los “dandys” con suerte de yegua recién parida.

La “Linda Kelly”, cuando tocaban los Chunes, solía abrir pista. El pequeño salón ya estaba repleto; nadie se movía, no por respeto al inmaculado instrumento nacional, sino porque ya no había espacio ni para favorecer la entrada de aire a los pulmones. Solo el centro del salón permanecía desierto, esperando a los danzantes.

–Sacá a bailar a la Mayra, vos Colores (así me apodaban)¬–, me decía en medio de un mar de codazos Carlos Monterroso.

–Decíle al Chacatay, que es el mejor bailarín del pueblo–, le respondí entre carcajadas, sabedor que el Chaca, apenas se atrevía a mover las piernas para caminar.

Y es que en esas fiestas, o se aventaba el miedo o se que
daba uno sin bailar… Y sin novia. Porque eso sí, las patojas gozaban de la bonita fama de ser fieles hasta el fin del mundo.

El lazo que los organizadores utilizaban para cobrar las piezas bailadas, muchas veces estuvo a punto de ahorcar a más de un bolenco que buscaba evitar el pago de los cinco len (cinco centavos) que costaba la movida de caderas.

¡Ah! ¡Qué fiestas aquellas! Había qué ver cómo se bailaba un vals interpretado por la Gloria Altense de los Chunes. “Fiestas elenas”, “Tres piedras”, “La Calle trece”, “Chuchitos calientes”, ¡El Garañón! Estas últimas, a
legres, divertidas, que hacían olvidar todo.

Desde la desgarrante lejanía, ¡cómo se extraña aquella época! Pero nada se puede hacer contra implacabilidad del tiempo. Solo recordar.

Nunca, como en todas las fiestas de pueblo, faltaban las trompadas. Ya por una novia coquetona, ya por el exceso de cusha o, los más finitos, por exceso de “Quetzalteca Especial”, cuando no, de “Cabro” o “Gallo”, las mejores marcas de cerveza de aquellos días.

Cuando el pleito era grave las chispas del choque de machetes, rompían con la terca oscuridad que reinaba desde que entraba la noche. Más de una vez, algún indígena dejó la vida en el polvo o el lodo.

Cuando la marimba empezaba a tocar el popular popurrí, señal era que vendrían los sones de “La Sanjuanerita” y “El Grito”. Fin de la fiesta. Los de Palestina, a hacer grupos para el regreso a casa. Los más sobrios, cargando a los más bolos. Otros, cantando o cantiñiando a las patojas.
¿Y la Virgen del Carmen? Era la festejada, ¿no? Pues nunca la visitamos. Era solo el pretexto para la parranda.

Comentarios

Anónimo dijo…
El leer sus recuerdos fue como viajar hacia atras en el tiempo. Mi primer pensamiento fue: "Entonces no soy solo yo quien ha romantizado el recuerdo de Palestina, sino en realidad era así de lindo como yo tambien lo recuerdo todo".
Gracias!!!
Anónimo dijo…
Estimada Ligia:
NO sabe Usted el vuelco que ha dado mi corazón al leer su comentario; le recuerdo a Usted en las vacaciones semanasanteras y navideñas, fechas en que su señor padre, don Elmer Morales, se permitía visitar a su abuelita, doña Luisa Velázquez, a quien en la breve semblanza de los personajes de Palestina, dedico un par de líneas.
Iba Usted, lo recuerdo perfectamente, invariablemente vestida de falda café y blusa blanca... Un sweter también café. Ojos café claro, cabello cuasi miel, largo. Su padre, que se daba tiempo para darnos catecismo, nos habló esa tarde del infierno. No puedo olvidar su aderezo literario de los dos amigos y la plancha, mediante la cual, el uno confirmó al otro la existencia del infierno.
Desde entonces, cada vez que veo una plancha, le veo a usted y los demás, sobresaltados, con los ojos desorbitados, viendo a su señor padre, con la certeza que nos había marcado para siempre.
Créame que el haber creado éste modesto blog, no solo me ha obligado a desempolvar los recuerdos, sino a recuperar a muchos amigos de la infancia, como a Jorge Guillermo (primo suyo), a carlos Monterroso, Walter Higinio, Leonel Morales y otros de quienes, por lo menos, se que están bien.
Agradezco su comentario y le ruego que si tiene algo qué aportar para enriquecer el contenido del blog, con mucho gusto lo incluiré. Quizá ésto termine siendo un proyecto no solo para reconstruir recuerdos, sino para asentar la historia de un pueblito que supo darnos dignidad, honradez y orgullo.
Reciba un cordial saludo.
A. Flores

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