Crónica de un viaje largamente esperado

Modernidad, tradiciones y costumbres, extraño sincretismo


Vista parcial de Palestina de los Altos,
con sus nuevos edificios, entre éstos,
el Salón de Honor y la moderna
Iglesia Católica.

Veintitantos años después, nada es igual; el puñado de casas que fueron mudos testigos de nuestra historia personal, poco a poco se va desdibujando, como si de pronto comprendiera que el tiempo debe cobrar su cuota… Pero la esencia permanece intacta, indisoluble: Su gente, sus costumbres, sus esperanzas.

–Esto ya no es un pueblo; es una villa –comenté a mis hermanos cuando divisamos desde la afamada “Curva de los Payasos” la parte alta de Palestina. Las casas de adobe y techo de pajón o láminas de zinc, se podían contar con los dedos. Ellos, mis hermanos, visitan el pueblo más a menudo y por tanto, no mostraban sorpresa alguna, pero sí, se divertían con mis expresiones de asombro.

Era como descubrir por primera vez la cuna donde se nace. Nunca, ni en mis primeros años en México, me sentí más extranjero que cuando pisé por primera vez en más de 25 años, aquella tierra que siempre llevé –de niño– en la piel y, en la larga ausencia, viva a modo de recuerdo perenne en la memoria. Si la sangre llama, la tierra exige. Su interpelación fue contundente: El estremecimiento de sentirme extraño en mi propia heredad, desapareció tan pronto como se presentó.

La discusión entre mis hermanos Fredy Felipe, Nery Francisco y Onelia sobre a dónde iríamos primero, me sacó momentáneamente del asombro que me obligó a permanecer de pie frente a la vieja casona donde don Mario Escobar tuvo por muchos años la Biblioteca Pública; donde don Cándido López (que por cierto, me hicieron enterar que su primer apellido era Barrios y no López como siempre le conocimos) tocaba todas las tardes su violín y donde la Policía Nacional tuvo su diminuto cuartel con tres hombres mal armados pero dispuestos siempre al amor.


El Salón de Honor, donde antes
estaba el Mercado Viejo

La emoción empezaba a cavar profundo. Los recuerdos iban y venían. Eso –los recuerdos– es lo único que quedó ahí, donde nos sentábamos a ver jugar a las chicas del pueblo en las tardes de básquetbol; hoy, un enorme salón ha sido erigido a modo de modernidad pero que no deja de asaltar la memoria. Al lugar le conocimos como el “Mercado Viejo”, cuyas paredes de madera, sirvieron de bodega por muchos años a los comerciantes foráneos que llegaban todos los miércoles a vender sus productos.

Imponente, la enorme construcción ha sido bautizada como el “Salón de Honor”; nada ostentoso, pero con una dignidad que desdobla la esperanza y devuelve la realidad intacta. Justo enfrente, había un tanque de agua público
a donde casi todas las mujeres de antaño acudían a lavar la ropa. Fue ahí donde una fría tarde de diciembre, recibí un espantoso baño de agua casi congelada, tras haber caído, accidentalmente, en una poza de aguas negras, cerca de las cataratas, arriba de “Los Molinos”. A un lado, la cárcel de madera de donde todo el que quisiera escapar, lo podía hacer a sus anchas. Sobre los escombros de aquel pasado se ha construido el edificio que alberga las oficinas de la Alcaldía. De la nueva cárcel, nunca supe dónde ha sido construida.

–¿Qué ha sucedido a éste pueblo? No es el que dejé cuando me fui ¬¬–dije frente a un enorme letrero en la puerta de lo que ahora es un Banco y antes fue la Alcaldía Municipal. Impensable, hace años, que llegásemos a tener siquiera una casa de empeño, de esas que empobrecen antes de ayudar.

La vieja ban
ca de ciprés mal labrada donde desperezaban el alcalde y sus concejales al calor del sol de todos los días cuando el edificio era un largo “cajón” a modo de “escuadra”, quizá ha servido para una quema del Judas algún Sábado de Gloria… Ya no está. Ahí mismo estuvieron las oficinas de Correos y Telegrafía, de cuyas puertas salían los temibles telegramas con malas noticias o pedidos urgentes y las cartas de amor y desamor que con una sonrisa picarona entregaba el eterno cartero del pueblo, Carlos Tirado. Y el salón de baile donde la “Gloria Altense” de la familia Morales Cancino y la marimba de don Wiliam de León, daban rienda suelta a su talento durante los bailes de gala.


Un indígena con su hija, en el
Cementerio General.

Amarillo, rojo, morado, blanco y verde, los colores prevalecientes en el Cementerio General; era el Día de los Santos y desde muy temprano, la gente acudió a dejar flores a sus muertos. Imposible avanzar hacia la tumba de los nuestros en medio de aquel gentío que se arremolinaba frente a la pequeña capilla principal, cuyo olor a parafina y flores “de muerto” (una especie de crisantemos amarillos) flotaba en el ambiente próximo a ésta.

–No podemos olvidar a nuestros muertos; si lo hacemos, ellos se olvidan de nosotros y no interceden ante Diosito –nos dijo convencida doña Juliana, la fiel esposa de don Diego Escobar, el matancero de puercos del pueblo, muerto, según supe, ya hace algunos años.

Para no perder la costumbre de llenar las suelas de los zapatos de lodo, subimos por la empinada montaña que termina justo en el patio de la casa de doña Chaga. La vieja calle, que conocimos siempre como “La calle Real” donde se atascaban los pocos vehículos que subían a la aldea “EL Carmen”, ahora es una bien pavimentada avenida que sigue más allá de la entrada principal del Cementerio. Más aún, desde el viejo puente de madera que hacía de mojón entre el “Plan” de don Lolo Morales y la casa de Doña Emma Maldonado de Nazareno, ahora hay una calle que entronca con la avenida que lleva al Cementerio. Todo modernidad el pueblo.

–Me duele mi corazón porque te fuiste –escuchamos de una anciana que llora a sus mue
rtos en las primeras tumbas. Gruesas candelas de cera amarilla, guacales con comida y botellas de cerveza, sobre las tumbas. El cántico onomatopéyico que acompañaba con un rítmico ir y venir de su blanca cabellera, se regaba entre el resto de tumbas, dispuestas sin orden en aquel depósito de cuerpos.

Más allá, un hombre con su niña en brazos, mantenía la vista clavada sobre la cruz pintada de azul que tenía frente a sí. Sonrió cuando vio que me disponía a tomarle una foto. En su rostro había dolor, tristeza. Nadie más con él. “Debe ser su mujer la que ha muerto”, pensé y nos alejamos sin importunarle.


La nueva Iglesia Católica, dedicada
al Señor de las Tres Caídas.

Lejos, hasta la parte más alta del Cementerio, música religiosa salía de una bocina de metal. Pero no interrumpía la sinfonía de dolorosos cantos, llantos y plegarias de todas las lenguas. En el otro extremo, una marimba se unía a aquel singular concierto que parecía unir cielo mar y tierra en un grito de angustia frente a la inevitable muerte.

Me sorprendió la multiculturalidad derivada de la presencia de diversas etnias indígenas. No era común, hace años, ver el colorido de diversos trajes típicos. Hasta donde recuerdo, el huipil de colores y el refajo negro, de la etnia Mam, era lo único que se veía por esos días. Ahora he visto huipiles encantadoramente coloridos y refajos jaspeados con los más diversos colores y texturas.

–Por un lado, las telas para los refajos, han subido de precio y por otro, en Palestina ya no solo hay indígenas Mam; acá se han ve
nido a asentar kekchíes, quichés, mames, tzutuiles, kakchiqueles y de muchas otras etnias ¬–me explicó mi hermano Fredy, ya camino de regreso al centro del pueblo.


La marimba ha dejado, lastimosamente,
de ser el instrumento en las zarabandas.

La modernidad, sin duda, tiene su precio; la pérdida de algunas tradiciones en un pueblo que siempre gozó de buena salud en ese sentido, quizá sea la más dolorosa para quienes tenemos metida hasta el fondo la nostalgia por aquel pasado lleno de historia colectiva.

Pedí a mi sobrino Ángel Uriel, me acompañase –mientras mis hermanos se adelantaban a casa de los primos y sobrinos, a despedirse de la tía Naya, sobrina de mi padre a quien siempre llamamos tía– a ver la zarabanda. Tenía la urgencia de recordar de cerca ésa fiesta.

¡Sorpresa! “K-paz de la Sierra”, el grupo mexicano que dedica sus canciones a los adoloridos y “héroes” del narcotráfico, se escuchab
a a todo volumen. “Para que regreses”, “Al diablo con los guapos”, “Charola plateada”, “Con olor a yerba”, “Las tres tumbas”, “Ojalá que te mueras”, sustituían a “La Martina”, “El Cheque”, “Amalia”, “El Día de San Juan” y tantas otras que en aquellos tiempos, arrancaban suspiros a los muchachos indígenas que se liaban a golpes por la patoja más guapa de la fiesta.

Los salones tradicionales, tampoco eran los mismos; en la casa que fue de don Enecón Escobar, apretujados y con la cerveza en una mano, los patojos indígenas luchaban por imitar el bailadito ése que a mi, me da retortijones el solo verlo en la televisión. Aclaro: los nombres de las canciones de K-Paz de la Sierra, las busqué en Internet, no que me las sepa como devocionario.




El concurso de barriletes, organizado
en el Estadio de Fútbol.

Afortunadamente, no todo se pierde. Los hermanos Cifuentes, hijos del insigne maestro, Don Aurelio Cifuentes, junto con otros ciudadanos de Palestina, organizaron tremendo concurso de barriletes. La crema y nata de la sociedad local estuvo ahí, como tratando de sostener una antiquísima tradición que, como ya dijimos en una entrega anterior, data de muchos siglos atrás, cuando China gustaba de hacerle la guerra a cualquiera se le antojara.




Enrique Godínez, de espaldas y
camisa gris, FidelMonterroso (El
Ticha) y Juan Cifuentes.

El evento, en el nuevo estadio de fútbol, cuya gramilla, creo, es motivo de envidia aún de los equipos de la Primera División. Impecable el lugar. Ahí, el reencuentro con muchos amigos de la infancia. Haroldo Morales (Tararira), Aurelio (Marchena), Juan, Leonel (El Conejo), Edilsa y Ninett Morales, Ivonne, la hija de Edilsa, Enrique Godínez y su esposa, doña Flor López, el padre de ella, Don Layo (que por cierto, no ha envejecido un día en 20 años), Sindulfo López (Molleja), Wilson Monterroso, Hugo y Silvio, los hijos de don Chamín Morales, junto con su señora madre. Fidel Monterroso, Abel Rodas, Arnulfo Monterroso, Rulamán, Ronaldo Morales, Nery, Felipe, Uriel y Onelia Flores, Astrid, esposa de René, el hijo mayor de Arturo Flores… Y muchos más, a quienes ruego disculpen mi precaria memoria.

***

Fue como descubrir un pueblo al que nunca había ido. Escuelas superiores, edificios nuevos, casas modernas, calles pavimentadas. Nomencla
tura ordenada. Gente nueva, desde luego que ahora vive en lugares donde antes era impensable ver una casa.

Con Carlos Monterroso Ralda, durante una breve conversación, recordábamos que antes, cuando pasaba un carro por el pueblo, salíamos corriendo a verle pasar… “Algunos se escondían bajo la cama por miedo”, recordaba Carlos con su siempre fino humor. Sorprendentemente, el parque vehicular de Palestina ha aumentado
escandalosamente.


Astrid, Onelia, Nery, Uriel, Leonel,
Felipe y Haroldo.


Una repasada visual a lo que antes fue la era donde se trillaba el trigo de don Jacobo Morales, nos puso a pensar: cerca de 50 pick-up’s americanas, se habían estacionado. Pertenecían a los patojos que disfrutaban la zarabanda.

En síntesis, nada es como antes. La mayoría atribuye el resurgimiento de Palestina al trabajo edilicio de Werner Gudiel Morales López, el alcalde municipal, cuya gestión de largos 18 años, le permitieron trabajar detenidamente en cada proyecto que se propuso. En lo personal, no me atrevería a ponerlo en duda. De ahí que su sucesor, está inevitablemente obligado a superar el trabajo que ha realizado. Eso, con toda franqueza, esperamos.

Palestina de los Altos, debe seguir creciendo. A los nostálgicos como yo, quizá nos despierte emociones contrarias, pero es necesario que el pueblo siga con esa dignidad con que ha sobrevivido tantos años. Tantos, que el siguiente, cumplirá 75 de haber sido fundado.

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