Crónica de un desencuentro con el pasado: Palestina ya no es lo que fue

Costumbres lejanas, calles adornadas de modernidad


Los "hueches", danzando en Primer Viernes
de Cuaresma en Palestina
de los Altos.
He intentado derrumbar la realidad frente al recuerdo aquel que se incubó para siempre en la memoria que hoy luce triste, desamparada: ya nada es como antes. Me cuesta entenderlo y adecuarme al nuevo e intenso escenario que representa el presente para las nuevas generaciones y que pronto –quieran ó no admitirlo– será el pasado de éstas. Será un pasado lleno de recuerdos que hoy justifican mi profunda nostalgia por un transitado tiempo que apagó casi 30 velas.

–Nada es como antes, todo es diferente; ya no me reconozco ni me reconocen –decía una y otra vez a mi amada Juvita, que a última hora decidió acompañarme a Guatemala para asistir, y asistirme, a mi primera vez en tres décadas, a un viaje largamente acariciado, lleno de emociones encontradas, de recuerdos que al final, se desvanecieron frente a lo que ya no es… Para desconsuelo de un deseo infinito, laferia del Primer Viernes de Cuaresma en Palestina de los Altos, no es ahora, ni el más remoto remanso de cultura, tradiciones, ritos y costumbres que fue y se esfumó con el tiempo.

Lo dije tantas veces que de pronto, Juvita soltó una carcajada cálida y embarazada de comprensión.



La marimba de los "Hermanos López",
amenizando el baile de los "hueches".


–¡Ya vos! Me has dicho tantas veces hasta dónde nacía y moría tu pueblo cuando viviste aquí, que ya hice un mapa exacto, como si yo también hubiese vivido con vos… Y me pregunto si estamos en el lugar correcto –me dijo en medio de miradas distraídas de cientos de hombres y mujeres que veían entre extasiados y aburridos, el baile de los “hueches” frente a la Iglesia Católica. Casi la aburrí con el mismo comentario.

La música de marimba que tres hombres ejecutaban sobre cuatro tablas de pino, bamboleaba el clásico “un-dos-tres” que parecía elevarlos en nanosegundos a un cielo tan invisible como el pasado que me hizo quebrar la voz frente a la imagen del “Sagrado Corazón” cuando conté a Juvita, una anécdota que pocos, aún en mi familia conocen.

“Ya nada es como antes”, me repetía con abrumadora insistencia en la mente. En años muy idos, frente a la Iglesia de madera pintada de verde (el “camello” le decíamos con afecto y respeto dada sus curvaturas derivadas de la vejez), bailaban los “monos y tigres”; justo atrás de las casas de don Wiliam y don Cayo, los “hueches” con sus “bravos” toros, hacían de las suyas y, frente a la casa de doña Mirza y los dos ancianos que sólo conocimos como los Colom (ahora, propiedad de don Arnulfo Monterroso), los “mexicanos”. Ahí mismo había ventas de ollas, sartenes, jarros y mil objetos más de barro, todos envueltos hojas de pino seco y amarrados con improvisados “lazos” de pajón verde. Era una convivencia de creencia de culturas y costumbres que hoy, tristemente, solo son representaciones monótonas, autómatas.



Los temibles toros, en franca algarabía,
buscando patojos a quiénes fastidiar.

En lo que conocimos perpetuamente como “La Feria”, cientos de caballos (“muletos” les decíamos) se ponían en venta. Era en un cerro subiendo por la lodosa calle empedrada, pasando por las casas de don Tin Monterroso y don Rogelio, hasta donde vivían los Morales. Con Edilsa Morales, prima desde siempre, lo comentamos. Ni cerdos fueron puestos en exposición.

Hace años, nos divertíamos cuando los muletos se decidían salir a congraciarse al centro del pueblo, provocando catarsis públicas
. Nada. Esta vez, nada. Tristeza allanante. Veces hubo en que los muletos salían en improvisadas manadas hasta la plaza central; era un espectáculo digno de ver. Arrasaban con todo, desde los puestos de venta que a veces ponían entre la casa de doña Tin y doña Panchita, doña Conchita y don Rogelio, bajando por la carretera y la calle empedrada. Orlando Monterroso, Maro López, Amilcar Monterroso y otros tantos que vivían en esas calles, salían con lazos y sogas para contener a las bestias sedientas de notoriedad. Lando (Orlando) era de absoluto color moreno; solo los dientes se le veían blancos cuando se afanaba por mostrar lo que siempre ha sido: un hombre afable, discreto y amable. Metía en cintura a los caballos.

Esta vez, quise presumir a una hermosa mexicana las virtudes de nuestras bestias; afortunadamente, no se lo anuncié. Pero se enteró cuando Edilsa, con un dolor social que me impactó, nos dijo en su farmacia que éste año, no hubo feria de muletos… Y años anteriores, quise figurarme sin decir una pa
labra al respecto.



El interior de la Iglesia Católica, durante
los servicios religiosos en honor al
Señor de las Tres Caídas.

¡Cuánto ha cambiado nuestro pueblo! Lo que antes eran “cantinas” de convivencia plural, hoy son lugares inaccesibles para las familias que años ha, solían ir a comer garnachas, tomarse un par de cervezas o un cuartito de “quetzalteca especial”. Hombres de complexión inusitada, mirada torva y gestos amenazantes, llenaban esos lugares donde antes, hasta los patojos íbamos a “marcar” canciones en las rockolas. Ni ganas de sentarse a convivir, sin correr el riesgo de una falta de respeto. Ayer era distinto: era fiesta pública, casi privada, donde todos nos saludábamos de mano, con respeto y cortesía puritana.

Había miles; solo reconocí –y hasta eso, con dificultad– a cuando menos a… Digamos que a menos de quince antiguos fundadores del pueblo. Trataré de recordar: Lico Escobar Monterroso, Arnulfo Monterroso, Juan Tush, Juan Rodas, Ahidé Godínez, Anabella Cifuentes, Sonia Monterroso, Marisela Escobar, Don Fego Morales, Enrique Gódinez y su esposa, doña Flor; doña Carlota, esposa de don Rufino y sus hijas; doña Joaquina; doña Santos (esposa de don Obispo, el señorón que hacía las máscaras de los bailadores de la feria). Edilsa Morales. A Nolo “Sheca”, de lejos, como a doña Maye y doña S
hily. ¡En medio de miles! Ya nada es como antes. Y no es crítica; es dolor nostálgico que provoca, incita y remueve antiguas llagas.

Llagas que profundizaron su agoní
a cuando alguien sacó a colación una muerte reciente, lamentable: la de don Polo Noriega, hombre por todos conocido y querido. Era el alma de velorios, quince años, bodas, bautizos, entierros, divorcios…



Ventas callejeras en el atrio de la Iglesia
durante la Feria Patronal.

Nunca Olvidaré a don Polo; por muchas razones que poco a poco iré detallando en éste espacio cibernético. Cuando mi madre Adriana decidió morirse, Don Polo “Cataplum”, como le decíamos con afecto y más afecto, nunca faltó, como si hubiese sido un hermano nuestro. Personaje inolvidable. Y pocos días antes, Guayo Villagrán, también personaje de antaño y de historia común, había dado –o le obligaron a dar, por injusticias del país donde vivo– el salto final. El pueblo en sí, estaba de luto contundente e infranqueable. Imposible coartar a los que sentían el dolor de los del pueblo antiguo, aquellos con quienes vivimos juntos fiestas de la Virgen de Concepción, los rosarios, las fiestas del JUPA, el casi olvidado IDPA (Ideal Palestino, por si ya no se acuerdan), el Comunicaciones, el América, los convites del 7 de diciembre, cuando quemábamos al diablo. Los aniversarios de nuestros bolos que dejaban la cofradía de doña María Paz y doña Geny; las tantas “semanas santas” cuando nos vestíamos de judíos y algunos, los más profundos, de centuriones. Cuando jugamos a las “tipachas” y capturábamos ron-rones en cajitas de fósforos, desde las flores de chilca y las rojas dalilas con centros amarillos que despertaban entonces, para darnos el calor de la primavera.

Comprendí para mis adentros que no había motivos para celebrar. Por lo menos, para quienes hicimos la breve pero profunda historia del pueblo. Los deseos de desbordada fiesta que antes nos arrastraba a jolgorios colectivos, ésta vez estaba de duelo, de luto… Es la única explicación lógica que encuentro para mis adentros y no sentirme fuera de una realidad que me sigue lacerando.

Acercamiento de los juegos mecánicos
desde donde antes estuvo la Iglesia Vieja.

Me sentí agraviado por mi propio deseo de asistir a una fiesta, cuya alegría ajena, descarnaba la piel del ayer. Puedo decir que en medio del dolor por un pasado que no volverá, me sentí como huérfano en los brazos del olvido. Me acordé del Dios al que se refiere uno de mis poetas predilectos, Jaime Sabines: un viejito torpe y gracioso que por descuido suyo, nos quiebra una pata y se divierte con ello. Sí, nos rompió el pasado; lo hizo añicos y ríe de haberlo logrado. Pero, insisto, nada como ayer: una noche con sol de verano perpetuo, muy a pesar de las escarchas de hielo que eran noticia, por esos días, en los principales diarios guatemaltecos.

Tuve intenciones de invitar a Juvita a
la zarabanda, solo para que la conociese; para que viviera en carne propia lo que en mi mocedad terca, hizo una historia más que personal: que conociese a la distancia del tiempo y la cultura ajena, la idiosincrasia de un grupo de bandidos inocentes, cargados de adrenalina propia. Imposible. Para escuchar –y bailar– “pasito duranguense”, banda y demás música bandolera, en cualquier lugar de Chiapas. Era como no haberla llevado a un país distinto al suyo. La idea era que conociese una cultura antiquísima, donde se baila hombre con hombre, mujer con mujer; donde salir a bailar era –antes– un reto a la indiscreción.

En algún momento, sentados a los pies de la escuela “Rafael Landívar”, escuché música de zarabanda con, creo, los hermanos Tistoj, de San Andrés Shecul. ¡Vaya, ni siquiera era en vivo! La tomé de la mano para correr por lo menos a escucharla más de cerca, pero en menos de lo que canta un gallo, cambió a reggetón. ¡Horror! ¿Dónde quedó nuestra raíz? Imaginé a nuestras indígenas ancianas moviéndose como cualquier regetonero de moda: levantando los brazos sensualmente, moviendo la cadera provocativamente y las nalgas amenazando con perforar la tierra a golpe de flatulencias obligadas.

El ego de nuestras marimbas pueblerinas, rebotando como ogro despreciable. Dejó de ser nuestra marimba de pueblo. ¿Se acuerdan de los “Cardona” ó “Sebastián Utuc”, muchá? Entonces, la marimba reinaba. Los Pérez, los López, eran conjuntos musicales infaltables en las zarabandas. Hoy no lo es, dolorosamente. No; la modernidad y las culturas de otros lados –que, para acentuar la desgracia, ni siquiera conocen–, es la que reina; el ego y la ingratitud nos han rebasado. Recuerdo cuando, por ejemplo, el cantante de una marimba de zarabanda, no se sabía la canción, la tarareaba con tal descaro que nos formó una tradición.

–Después de cobrar el cheque,
Mmjmjmjmjmjmjmjmj,
Estaba la cantinera
Mmjmjmjmjmjmjmjmjmjmjmj

Me dijo no seas tan tonto
Mmjmjmjmjmjmjmjmjmjmjmj…

Y así, entre onomatopeyas impensables, se “sabía” todo el repertorio. Había una patoja que, ó le decíamos “Segunda” ó así se llamaba, pero ella bailaba hasta con los postes del salón. Si la patoja se descuidaba, quedaba sólo con el huipil; el corte, volaba entre los embriagados bailarines. ¡Y ay de aquella güira que no saliera a bailar!



Juvita, después de un recorrido por la feria.

De lejos ví a una pareja bailando con tal sensualidad, que pensé que eran bailarines de Shakira. ¡Nada qué ver con nuestro pasado! Entendible, pero doloroso para quienes vemos la agonía de un pueblo que se niega a morir. ¡Ja! A veces pienso que hubiese sido mejor morir a soportar la dureza de la modernidad.

Hoy, patojos con el pelo pintado de colores fastidiosos; pantalones hasta el límite de las flácidas nalgas. Tatuajes y pedazos de metal en las orejas, nariz y otras partes del cuerpo, han enterrado nuestras costumbres, nuestras ricas
tradiciones. Lo confieso: me duele hasta los tuétanos ver que ya no somos lo mismo. Ver que hemos perdido nuestra gloriosa identidad.

Juvita se río hasta el cansancio cuando notó que los “juegos mecánicos”, eran movidos por escasos músculos masculinos, la mayoría, avanzados de edad. Es joven y quería emociones fuertes. Pero quedó petrificada ante la “palanca” que movía moléculas impropias de una historia, para mí, lejana… E insisto, dolorosa.

Casi en los tiempos de antaño: Shel (José Morales), Calín (Carlos Monterroso), La Chula (Sergio Natarén), Topsi (Beto Figueroa), El Chino (Luís Morales), Choricín (Rodrigo Monterroso), El Mameluco, (Alfonso Morales), Pelé (Oscar López), Pescuezo de hule (Luís Escobar), Top
ogigio, (Aurelio Escobar), La Cuya (Wilna Natareno), La Muñeca, (Nubia Figueroa) y tantos más como Raúl, “La Pulga”, Héctor “El Toro”, yo y muchísimos más, fuimos el “motor” que movió los juegos mecánicos de Arnulfo Monterroso.

Cuando conté a Juvita que yo fui uno de esos “motores” desnutridos que hizo de grandes y chicos una diversión más allá de lo impensable, ¡no paró de reír! Es la magia de compartir con nuevas culturas la tuya misma.

Recorrimos todo el pueblo. Por lo menos, lo esencial de éste. Sus calles, antes polvorientas y avenidas, antes desiertas, son testigos de calidad de un modernismo que terminó por asfixiar los recuerdos. Me negué a seguir cuestionando sobre el paradero de tal ó cual personaje. Tuve miedo de saberles muertos. Y no por razones de espiritismo tradicional, sino por respeto a quienes, hasta el día de su llamado personal con Dios, supieron forjar una historia digna de contar.


Panorámica del pueblo en fiesta; al fondo,
los juegos mecánicos. En el centro, el baile
de los hueches y la plaza principal.


Siento un deber insistir en que no se trata de una crítica palaciega, brutal. Éste blog no es político (aunque si se presenta la ocasión, debemos asolear algunos calzoncillos putrefactos, por el bien del pueblo, quede constancia); es para resaltar nuestra cultura, nuestras costumbres, nuestras tradiciones. Sólo que ésta vez, desafortunadamente, las vimos muy lejos.

Eso duele; pero hay que acostumbrarse y como bien dijera el poeta nicaragüense José Coronel Urtecho:



Ya todo es de otro modo,
todo de otra manera;
ni siquiera lo que era
es ya como era,
ya nada de lo que es
será lo que era.
Ya es otra cosa todo.
Es otra era.
Eso es todo lo que ha quedado
de todo el pasado.
Por lo que solamente los del pasado,
viven en el pasado;
únicamente los del pasado,
añoran el pasado.
Pero no se equivoquen.
No volverá el pasado.

(Extracto del poema “No volverá el pasado”)

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