Día de muertos: Foto-reportaje

La monotonía rota por la memoria


Luz de muerte que revive y ordena
el regreso inevitable de aquellos y

estos... Los de siempre
La lejanía del sonido daba la impresión que se estaba volando a la par de las almas de los muertos, en alguna parte de aquel cielo límpido que ése día se propuso amontonar las nubes atrás de los cerros, desde donde aquellas, espiaban al gentío que sentía la partida de su gente. Era una flauta -más bien una chirimilla- que alargaba deliberadamente sus notas para acoplar con el prolongado gemido de los dolientes que rasgaban la monotonía pueblerina con casi ahullidos, que dolían en el fondo del alma colectiva.


Las flores no adornaban: recordaban. Traían a la cansada memoria los recuerdos que obligaban al llanto y enardecían el cansancio de una vida que en la tierra de la tumba, dibujaba el futuro irremediable de caer ahí mismo, tarde o temprano. Era el Día de los Santos Difuntos, como marca el calendario y ordena la Santa Sede. Un día extraordinario en lo ordinario de un pueblo que no hoy no habla... muestra.





Muestra su costumbre, su tradición, su rito, su ley; una religión que persigue y que deja, para siempre, el lado humano que nos recuerda el calor de un pueblo que se niega a perder su identidad propia.









Ahí, donde los nuestros decidieron formarse para recibir la última, inapelable decisión de Dios, solo la tensa calma del rumor de la soledad, acerca su bondad para decirnos que el final es de todos y que todos, ahí, justamente ahí, habremos de estar, oyendo las letanías de dolor que...






Que hoy se cantan desde los monotorios de tierra o los cajones de fría loza, como si con ello encontrasemos la vía menos dolorosa para llegar al final, ese final que alcanza sin misericordia a toos.







Saramago pudo equivocarse, Sabines quizá blasfemó, Benedetti talvéz se arrepienta; pero ninguno de ellos podrá negar que frente a la costumbre, no hay rareza literaria que cambie la virtud de llorar, una vez al año, a nuestros muertos.

















Es que llorar a los nuestros no es capricho de temporada, sino dolor que se queda para siempre, anclado en el alma como fiel recordatorio de la sentencia divina de regresar al polvo, el mismo del que está, por cierto, hecha la bondad de Dios y que se esparce por el universo a cada pensamiento suyo.






Color, belleza; dolor, franqueza de un pueblito que, hundido en sus orígenes, no deja en al aire sus plegarias: Las envía justo al regazo de Dios que, en su amable, eterno gesto, devuelve éstas convertidas en cánticos de alegría que retozan de cumbre en cumbre y recurdan que estamos vivos.

















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