La Llorona, personaje mítico que sigue presente

De espantos, leyendas y testimonios



Don Tin Monterroso, solía contar que
La Llorona era una mujer sumamente
hermosa, de aparente piel tersa,
cabello negro, delgada, alta


—¡Ay, Dios mío! ¡Ahí está otra vez la mujer esa! —dijo doña Nila Velásquez mientras atizaba el fuego sobre el poyo donde descansaban los tenamastes que sostenían el comal donde se tostaban habas y se calentaba el café. Hacía frío y todos los patojos nos arrinconamos unos a otros, tanto para hacernos calor, como para darnos valor ante aquel desgarrador grito que provenía quién sabe de dónde.
Cada quien proponía un lugar de donde suponía, vino el alarido.Que si de la Altamira, que si del Socorro, que por el campo de fútbol, que del Plan de don Jacobo, que de la escuela primaria…
En esas estábamos cuando le volvimos a escuchar. Era una especie de aullido de perro asustado con el de una mujer que estaba siendo torturada. Desde la nuca hasta la parte baja de la columna vertebral, un frío acompañado de cosquillas, recorría hasta poner los bellos de brazos y piernas, como espinas de erizo.
Los huesos de la espalda se juntaron con violencia por el estremecimiento de un tercer grito que parecía más cercano.

—San Jorge, San Miguel y la Virgen de Fátima nos protejan de la mala mujer —dijo a modo de oración mi madre que cada vez se persignaba con más rapidez, al grado que perdía la secuencia del ritual católico. Veces hubo en que el brazo de la cruz le quedó en las rodillas.

Según doña Nila y mi madre, aquel lastimero grito era de “La Llorona”, personaje mítico que en nuestra niñez, adolescencia y juventud, permaneció casi como amenaza para los mal portados. La leyenda de La Llorona abarca toda América Latina; en cada país hay una versión distinta sobre su origen.
Más aún, hay países donde cada pueblo tiene su propia historia sobre tan peculiar personaje. En México, por ejemplo, existe la creencia que desde antes de la llegada de los españoles, la diosa Cihuacóatl, tras la pérdida de sus hijos, imploraba por las noches el regreso de éstos.
De ahí —suponen algunos—, el término de “Sihuanaba” que también recibe la llorona en algunos pueblos del sureste mexicano y El Salvador. Sin embargo, en Palestina de los Altos, La Llorona y La Sihuanaba, eran personajes mitológicos distintos y distantes.
Don Tin Monterroso, solía contar que La Llorona era una mujer sumamente hermosa, de aparente piel tersa, cabello negro, delgada, alta; invariablemente —contaba— vestía de blanco aunque algunas veces era acompañada de una especie de halo azul.
En cambio, La Sihuanaba, aunque tenía un cuerpo esbelto de mujer, el rostro era el de un caballo y no emitía grito o sonido alguno. Las razones de los desgarradores gritos de La Llorona, siempre han coincidido: se trata de una mujer que, ciega de celos y loca por las constantes infidelidades de su marido, decide ahogar a sus hijos en un estanque de agua sucia tras lo cual, se arrepiente y regresa a salvarlos, pero ya es demasiado tarde y se deja morir ahogada.
Sea cual fuere la verdad, lo cierto es que en Palestina, los gritos desgarradores se escuchaban muy seguido, principalmente a finales de octubre y los primeros días de noviembre, fecha en que se celebra el Día de los Muertos, fecha en que también se aparecía “Juan No”, “La carreta sin jinete” y otras personalidades del mundo de los espantos populares.
Porfirio Godínez Velázquez, fue muy perseguido tanto por La Llorona, como por La Sihuanaba; cuenta que una noche, bajando de su casa hacia el centro de Palestina, vio una mujer de largo vestido blanco que caminaba sobre la calle de la escuela “Rafael Landívar” hasta la casa de don Enrique Villagrán, hasta la arboleda.

—La seguí para saber quién era y ya cuando la tenía cerca, pasando la presa, que se voltea la condenada ¡y vieran visto la cara! Era una yegua, muchá —cuenta con frecuencia en los velorios.

Otra ocasión contó que viniendo de la aldea El Carmen, a la altura del Cementerio General, una mujer de piel blanca y los ojos brillosos, se plantó en su camino, a unos metros de la casa de doña Chaga y don Tino.
Sacó su machete y, decidido, se fue contra la mujer dándole de “planazos”, pero éste simplemente, se iba “al aire”, pese a que, asegura, la tenía a menos de un metro de distancia. Al ver que no cedía la mujer, decidió morder el machete y ésta, simplemente desapareció. Cuando pudo por fin avanzar y pasaba frente a la casa de doña Tila, oyó el desgarrador grito de La llorona.
Contrario a lo que se dice en México con respecto al grito de La Llorona (“¡Ay, mis hijos!”) en Palestina solo se escuchaba un chillido agudo, profundo, aterrador, gutural, largo, estremecedor. El solo escucharlo, ponía la piel de gallina, mientras el cosquilleo recorría la espalda.
Cuando se le escuchaba, nadie se atrevía a salir a la calle.
Hubo quien decía que alguien del pueblo se tomaba la molestia de gritar por las noches para asustar a la gente, pero nunca se pudo comprobar. Otros decían que alguna mujer estaba dando a luz, pero tampoco nadie supo de un nuevo ciudadano a la mañana siguiente. Según decían los viejos del pueblo, La Llorona recorría desde el Cementerio General hasta la escuela “Rafael Landívar”; otros aseguraban haberle visto en el Plan de don Lolo Morales y muchos más decían que acostumbraba sentarse en cualquiera de los copantes que había en las orillas del pueblo. Incluso, algunos choferes que venían de San Marcos, juraban que en la vieja y abandonada casa de doña María Rabanales, vivía la multicitada mujer.
Ahí se aparecía.En cuanto a La Sihuanaba, muchos la vieron en la primer vuelta de la carretera hacia Quetzaltenango; se decía que con frecuencia, permanecía sentada en los pocitos donde el Jueves Santo, se construía la cárcel de Jesús y cuando se cansaba, caminaba hacia la vuelta donde desaparecía.
De éste singular personaje de la mitología popular, se creía que se aparecía solo a los enamorados y a los infieles.Los seducía y los llevaba hasta un barranco donde los arrojaba. Cuando don Honorio Carreto murió, se decía que La Sihuanaba se lo llevó hasta un barranco de la aldea El Cedro y ahí lo lanzó al abismo.
Nadie lo pudo probar. Como quiera, son leyendas que no debemos dejar morir. Cuando patojos, sirvieron para refrenarnos un poco; eso ni quién lo niegue. Y nos dieron en cierto modo, cultura y conocimiento que hoy quizá de risa a las nuevas generaciones, pero son parte de nuestra identidad, de nuestra historia.

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