Un desconocido en Palestina

Peripecias de un viaje en primera persona

La belleza de los volcanes guatemaltecos,
impresiona, atrae... En la foto,el volcán
Santa Marìa, en Quetzaltenango.
De entrada, un grupo de hombres vestidos formalmente, rodean el vehículo con amabilidad extrema; parecen dispuestos a todo, incluso, sacarme a fuerza de palabras más que lisonjeras.

–Mire jefecito, ahí se puede estacionar, no tenga pena, yo le cuido el carro –dice el de mayor edad, dando leves empujones a otro para que me abra la puerta. A ráfagas, preguntan sobre los trámites que deseo realizar en la aduana de México. Sigo respondiendo con sonrisas amables; uno nunca sabe con qué clase de gente habrá de toparse en lugares como una frontera.


La bola de hombres me sigue rigurosamente paso a paso. Siguen bombardeando con preguntas, sugerencias y ofrecimientos de “asesoría”. Me paro en seco y les pido que hable uno a la vez; habla el mayor. Se sabe de memoria el ritual y advierte que los trámites para obtener un permiso para ingresar con vehículo a Guatemala es “complicadísimo”.

–Aquí, mire usted jefecito, solo con palancas se pueden hacer las cosas. A nosotros ya nos conocen y si le falta algún documento, no hay problema, sabemos cómo solucionarlo y usted sólo nos da una “propina”, de eso vivimos, créame, se lo juro¬ –afirmó con tal solemnidad que estuvo a punto de sacarme una carcajada.

En menos de lo que canta un gallo, el permiso del Instituto de Migración de México me fue concedido en la garita de control. “Es una cortesía para usted”, explicó el funcionario sin ahondar más sobre el asunto. Mi automóvil seguía rodeado de decenas de “asesores” a la espera de mi aprobación para contratar a uno de ellos. Atiborrado de sugerencias, opté finalmente por pedir a uno de ellos que me acompañase a realizar los trámites.
Ágil, no me dio tiempo de terminar de invitarlo cuando ya estaba sentado en el asiento del copiloto. Veinte metros adelante se bajó con mis documentos en la mano; sacó varias copias de la tarjeta de circulación, mi licencia de conducir y una credencial de identificación personal. Se negó a darme un precio por sus servicios… Lejos estaba yo de saber que ese “favorcito” me costaría una verdadera fortuna.

–Usted no hable; déjeme hacer mi trabajo que para eso me va a pagar.

–Pero cuánto me vas a cobrar.

–Usted no tenga pena, es solo una pequeña propina, lo que diga su buen corazón.

El oficial de la aduana de Guatemala, me veía con recelo mientras mi “asesor” le hablaba al oído. Manoteaban, reían en secreto, jugaban con sus manos. Quise acercarme pero el “asesor” me hizo un duro ademán para que no lo hiciese.

–No va a poder pasar, jefecito…

–Por qué –me apresuré a preguntar.

–Ya está cerrado el banco, no hay dónde pagar la calcomanía y otros servicios ante Hacienda.

***

Al medio día de ése sábado, había abandonado el Congreso de Periodistas que la Asociación de Periodistas de Chiapas había organizado en Puerto Arista, Tonalá, al que asistieron colegas de San Marcos, Guatemala. Tomé la carretera costera y en menos de tres horas ya estaba en la frontera de Talismán.
Los dos días anteriores, junto con periodistas de la FAPERMEX, el Frente de Periodistas, las Asociaciones de Periodistas de Chiapas y Guatemala, habíamos tenido sendos encuentros de intercambio cultural… Y desde luego, ágapes devastadores.
La urgencia era estar en la boda de un sobrino en San Cristóbal Totonicapán. Ni los dos accidentes carreteros que pude ver en el trayecto me hicieron moderar la velocidad. ¡Para que me salieran con que ya no podría ingresar a Guatemala!
A una señal, el único empleado que pude ver tras la rejilla del banco, salió en cuclillas y se esfumó.

–… A menos que usted…Que usted se porte “calidad” con el aduanero, talvez podamos hacer algo –sugirió el “asesor” con una sonrisa de picardía.

–¿Qué tan “calidad” debo portarme?

–Pues, déjeme preguntarle con cuánto sale. Pero quédese aquí en su carro, no se mueva para que no sospechen.

Los contrayentes

Un grupo de cambistas de moneda, no cejaban en su acoso, especialmente uno de mirada torva que me hizo tomar más precauciones de las debidas. Ya le había explicado que no cambiaría moneda hasta no tener la documentación en regla que me permitiese internarme a Guatemala. Ni así se quitó de la puerta del coche.

–¿Cuánto va a cambiar, pues, maestro? Se lo dejo a 170, es una ganga –repetía a cada minuto. Casi me saca de lugar, pero hube de aguantar.

Muchos minutos después, el oficial de la aduana se apareció junto con el “asesor”. Iban sonrientes. Me alegré por dentro. “Ya la hice”, pensé. No me quedaba más recurso que contribuir con la corrupción si quería llegar a mi destino.

–¿Hasta dónde va pues? –preguntó ya sin la sonrisa el empleado fronterizo.

Le expliqué que estaría en Xela, Totonicapán y si me quedaba tiempo, quizá daría una vuelta hasta Antigua Guatemala, Escuintla, Retalhuleu… Volvió a argumentar que el banco estaba cerrado y que no habría forma de pagar la calcomanía y un permiso especial para circular con placas mexicanas en territorio guatemalteco. “No se puede”, enfatizó y tomó camino rumbo a territorio mexicano. Me quedé desolado.
Mi “asesor” parecía imperturbable. Pidió esperar de nuevo y fue tras el funcionario. Quince minutos más tarde, regresaron.

–Que le fumiguen su carro; va a pagar 18 quetzales. Ya la hizo jefecito. Nomás que se va a portar “fino” con el amigo –festejó el “asesor”. A esas alturas, cualquier “fineza” valdría la pena.

De nuevo, la turba de cambistas se volvió a abalanzar sobre mí. Tuve qué deshacerme de ellos a mentadas de madre para que el “asesor” pudiera hablar a solas conmigo. Nos encerramos en el vehículo y ahí me soltó las condiciones: Trescientos quetzales para el aduanero. No tenía un solo quetzal y pedí a éste que me recomendase a un cambista honrado. Me llevó al de torva mirada. Sentí impotencia, pero no tenía alternativa.

–Él fue kahibil y es “buena leche”, no tenga usted pena.

Mandé los “honorarios” del funcionario con el “asesor” y me quedé en el auto. Cuando me pidieron que me pusiera en la fila de carros que iban de ingreso, sentí alivio. Como por arte de magia, el empleado del banco ya estaba en su lugar, recibiendo mis documentos, sellándolos de inmediato. Un pago mínimo.
Ya me habían explicado que, con todo y los pagos de rigor, no me darían la calcomanía, por lo que solo tendría derecho a ingresar hasta Coatepeque. “Si va más allá, es a riesgo y cuenta propia”, advirtió el aduanero. El resto de papeles iban en orden… Aparentemente, según los policías que pululan en la carretera de Malacatán a San Marcos.
Finalmente, siempre sí me otorgaron la dichosa calcomanía. Ya podría internarme hasta la frontera con El Salvador, si quería. Eso creí haber escuchado del servidor público que mereció otra “fineza” por haber conseguido la calca que hasta el día de hoy, la ando pegada en el carro, no para presumir, sino porque ha sido el pedacito de plástico más caro que he podido comprar.
¿Y la “propina” del “asesor”? ¡Ah, la gran púchica! Quinientos quetzales por haber convencido al aduanero, 50 quetzales por las fotocopias, 50 por haber conseguido al cambista honrado y “lo que mande su corazón en propina por las tres horas de ‘trabajo’” No se conformó con cien de propina que agregué a lo que ya me había prácticamente robado. Pidió cincuenta más “y algo para las aguas”.

–¡Eso me pasa por pendejo! –tuve qué decirle a manera de brutal despedida. Todavía tuvo tiempo para pedirme que no dijera majaderías por que él era cristiano evangélico.

Tres cuadras más adelante, me estacioné para cambiar más dinero. No me atreví a cambiarlo todo con el cambista de la mirada terrorífica. ¡Pero ahí estaba de nuevo! Más por miedo que por otra razón, le pedí amablemente que me dejase cambiar dinero con quien yo quisiera. Por fin aceptó y se perdió calle abajo.

***

Todo en Guatemala es bello, sin lugar a dudas; hacía años que no pasaba por Malacatán; quedé gratamente sorprendido por el progreso que ha alcanzado con el paso del tiempo. Pasé, sin embargo, literalmente volando; eran casi las seis de la tarde y la dichosa boda, tenía una hora de haberse celebrado. Con suerte alcanzaría un vaso de caldo de frutas, deliciosa especie de licor fabricado en Salcajá.
Antes de llegar a San Pablo, bellísimo municipio de San Marcos, la primer parada en un retén de la policía. Registro total del vehículo; mis pobres chones expuestos ante los oficiales que revisaron hasta el lugar más escondido del vehículo. Todo en orden hasta que una oficial de ese cuerpo de seguridad “descubrió” que faltaba un sello a la hoja migratoria.

–Tiene qué regresar a la frontera para que se lo sellen; así no puede continuar.

–A mi me han dicho que todo está en regla –traté de hacer razonar al agente.

–Pues si no regresa, voy a tener qué remitir su carro y usted va a quedar detenido por violar las reglas de migración de nuestro país ¬–amenazó.

Se alejó hasta donde estaba quien parecía estar al mando y regresaron ambos. De nuevo la orden de retornar o atenerme a un arresto. Pero uno de ellos tuvo una idea originalísima, genial: “Regresar hasta la frontera no le conviene porque está relejos; podemos ayudarlo si quiere”, dijo mirando de reojo a sus compañeros y casi fijó la cantidad: “Somos diez”.
Quinientos quetzales fueron a parar a aquellas manos y de nuevo, a acomodar el desbarajuste que dejaron en la cajuela. Cerca de Esquipulas Palo Gordo, un nuevo retén. Todo en orden en la papelería, pero…

–Viene usted pisando la línea amarilla, patrón, los voy a tener qué multar.

–Pero oficial, con todo respeto, pero no veo ninguna línea amarilla…

–Use su imaginación y piense que ahí, hay una línea amarilla –sentenció. Otros cien quetzales pedidos de manera exquisita. Cien más poco más allá de San Rafael Pié de la Cuesta, porque los accesorios del vehículo no funcionaban adecuadamente, concretamente el claxon que, según el agente revisor, no se escuchaba y podría causar un accidente. Temí que al llegar a la boda, ya no tendría ni para los cigarros y habría de pedir limosna para regresar a México.
Afortunadamente, fue el último retén donde los bolsillos fueron saqueados. Pasando la ciudad de San Marcos, los policías son en extremo, amables y honrados. Incluso, al pasar por un retén entre San Juan Ostuncalco y San Mateo, una patrulla me escoltó hasta La Esperanza, donde tomé la nueva autopista hacia Salcajá. Eran casi las diez de la noche. O eso pensé.

***

Líneas arriba he escrito que Guatemala es bella. Quedé prendado del paisaje marquense que marca una clara línea entre lo real y lo imaginario, lo abstracto. Tuve la oportunidad de pasar justo frente al volcán Tajumulco, al que casi se toma entre las manos. Curioso, pero hacia el norte de éste, el cielo era límpido, como si el volcán y las estrellas que empezaban a mostrarse en el firmamento, estuviesen conectadas entre sí. El sur, en cambio, lleno de una bruma espesa que por tramos, invadía la carretera obligándome a reducir la velocidad a 40 kilómetros por hora. Da la impresión de estar por encima de las nubes… Sencillamente impresionante.
Desde la cumbre de San Rafael Pié de la Cuesta, las ciudades de San Marcos y San Pedro, se solazan con los últimos rayos de sol. La interminable cordillera que rodea a ambas ciudades se refleja a la distancia como si se tratase de un paisaje marciano. Las primeras luces de las aldeas que, supongo, son Santa Irene, San Miguel, El Cedro y algunas pertenecientes ya al departamento de Quetzaltenango, y el municipio de San Antonio Sacatepéquez, asaltan la imaginación con un nacimiento navideño.
El paisaje marquense me ha hecho recordar las pinturas publicadas en aquella inolvidable historieta llamada “Arandú, el Príncipe de la Selva”, de Armando Couto (Autor también de “Carinoa” y “Julián Gallardo, el Redentor”. ¿Se acuerdan de las series radiales y las revistas?). Un surrealismo impresionante que convoca, que invita y obliga. Pese a que la noche ganaba terreno, el lugar se veía de ensueño.
Y las dos ciudades, ni se diga. Su gente, amable, que rasga cualquier protocolo. Me di unos minutos para sentarme a las afueras del mercado de San Pedro Sacatepéquez para comerme un par de shecas con arroz en leche, muy calientita. Un manjar de dioses que solo los sampedranos tienen el privilegio de degustar todos los días.

***

Ya eran más de las ocho y media de la noche; frente a la vieja casona de paredes de adobe y techo de lámina de zinc que fue Biblioteca Pública, sastrería, cuartel de policía, Escuela Básica y bodega de frutas y verduras, los primeros puestos de juegos mecánicos y fritangas. Se acercaba la feria titular, en honor al Señor de las Tres Caídas… Y el 75 aniversario de fundación.
Los patojos merodeaban las mesas de futillos. Me estacioné frente a lo que fue la oficina de correos donde por muchos años, Carlitos Tirado fue titular insustituible. Caminé hasta la casa de doña Bertita, madre de Violeta Santizo, Carmencita y doña Dalila, esposa de Arnulfo Monterroso. Nadie conocido.
Me paré frente a lo que fue la cantina de doña Genny y don Arnoldo Escobar y tampoco ví una cara conocida; rostros amables, sí, pero nadie a quien dar un abrazo. Estuve tentado a entrar en la primer cantina para tomarme una copa de Indita Especial o Guaca (de perdida, cusha) pero desistí. Me ví, de pronto, solo, perdido en mi propio terreno.
Pregunté a una patoja si conocía a algunos viejos amigos a quienes mencioné por nombre y solo a algunos reconoció “pero ya deben estar dormidos”, avisó. Quise saber su nombre y me lo dijo, pero ninguno de sus apellidos me fueron familiares.
Regresé al auto y sentí ganas de llorar. El pueblo ahora es grande, pero mis amigos, mi gente, simplemente ya es desconocida en su propia tierra. Como si hubiesen desaparecido. Son, sin duda, los estragos de una ausencia forzada que arrastró a miles como yo, por razones diversas y causas ajenas a la voluntad de cada quien. Estuve en Palestina de los Altos.
Lo que antes se hacía en horas, ahora se hace en minutos. En media hora ya estaba en la autopista rumbo a Salcajá; ya no se pasa por el centro de Xela, ni siquiera por la Cuesta Blanca, mucho menos, por Las Rosas. De La Esperanza, se toma a la derecha hasta aquel municipio de Quetzaltenango. En construcción una buena parte de la autopista, da razones para perderse. Y así pasó. Interminable correría por calles y callejones de Salcajá, buscando la salida a Cuatro Caminos, hasta que un hombre en bicicleta me dijo que debía volver a la entrada para tomar otra autopista.
Diez de la noche y varios minutos más; los contrayentes, muy jóvenes por cierto, estaban a punto de levantar los manteles. Me favoreció que la novia, dicen las malas lenguas, se presentó dos horas tarde al compromiso. Eso alargó el festejo. De no haber sido así, hubiese llegado al bautizo de su primer criatura.

Comentarios

Anónimo dijo…
Que hermosa vista, parece un angel de luces bajando del cielo :-)

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