Bergman y Aguilar, nuestro"yo" cinéfilo

"El Infierno", cinta inolvidable, aterradora


Entre Gabino Barrera e Ingrid
Bergman que quiso y no pudo,
ó pudo y no quiso.

“¡Hoy, espectacular película de Antonio Aguilar!: ‘El hijo de Gabino Barrera’”. Entrar a ver al ídolo de los entonces arrabales, parecía una fortuna. Cinco centavos los adultos, dos centavos, los patojos.

Nosotros siempre nos la ingeniamos para verlas gratis; ó “entrábamos” por las gradas que llevaban al escenario del salón, ó nos metíamos por la puerta del que –nunca supe por qué– llamaban “salón social” del gran recinto donde se celebraban los bailes de temporada. Desde las ventanas de vidrio arremangado por el tiempo, vimos a Charles de Gaulle desfilar al frente de un ejército que se veía agotado; también vimos cómo la industria alemana, la francesa y la italiana, repartían autos a todo el mundo. Fue por primera vez que escuchamos el término “reciclar para la ecología”, aunque los europeos preferían hablar de “industria benéfica”.

En los altoparlantes de la pequeña empresa de ilusiones, la astuta invitación para recrearse con los diálogos de la historia, el cuento de una vida que a los palestinenses les venía –por decir lo menos– guango, flojo…

Pero Los Sepultureros, con su infalible “El papaíto”, obligaba, invitaba a la recreación del morbo, en ése entonces, vestido de cultura indispensable. “Allá en el quiosco”, de Gerardo Reyes o cualquier canción de moda de Vicente Fernández, Juan Gabriel o Beatriz Adriana, también servían para alentar la necesidad de alimentar el conocimiento popular, decaído entonces por la ingratitud de la época.

¿Gabino Barrera? ¿Quién era ese mítico personaje que en las astilladas butacas de ciprés –parados ó sentados en la tierra era otra forma de no perderse los argumentos de la cinta–, pocos conocían? Nadie lo supo entonces, ni nadie lo quiere saber hoy. Que fue un “luchador social”, dicen los defensores de las fantásticas ideas del argumentista cinematográfico; “fue un vulgar ladrón”, opinan los eternos caciques transformados en intelectuales de moda.

Igual, los hermanos Almada, creadores de la “Banda del carro rojo” (junto con los “Tigres del Norte”) eran tan asombrosamente desconocidos, pero tan amados por un público solitario que se entusiasmaba, no con la sangre, sino con la incomprensible veleidad de una historia que le parecía tan lejana como la realidad misma. Así, todos llegaron a creer que “el norte” era un país atestado de carros rojos, tunas, polvo, sombreros tejanos y balas.

Cuando el “publicista” del cine “San Lorenzo” anunció con aspavientos “Camelia, la Tejana”, el pueblo de Palestina se paralizó. ¿Era acaso nuestra “Camelia”, la involucrada en la historia de quién sabe qué? No. Era Ana Luisa Pelufo, la singular canchita, quien asumía la ronda de una terca traficante de drogas que murió a manos de los federales gringos. Entonces, la Pelufo arrancaba suspiros, gritos de placer incontenido, sueños repletos de pastosidad explicable. Hace un par de años, cuando le ví en un festival de cine en Guadalajara, Jalisco, me desengañé de plano. ¡Nada qué ver!

Pero fue la diva, la diosa de celuloide que lanzó a la fama la marihuana, las balas de salva y las estrellas de los “cherifes” con bigotes hasta la mitad del pecho. Una mujer bragada… Un público embelesado, exigente. Sí, exigía lo que por conducta de soledad, le pertenecía.

Cuando el cine “San Lorenzo” proyectó “Casa Blanca” de Michael Curtiz, todos terminaron odiando a Ingrid Bergman, no por su urgida y necesaria infidelidad marital, sino porque nunca se decidió a ser quien debía ser y porque el impacto emocional de su personaje, se imbuyó en el protagonismo y no en la reacción de los cinéfilos aldeanos que éramos entonces.

No recuerdo el nombre de la película; era de guerra, eso sí. Los soldados (no rememoro de qué país aliado) marchaban al compás de una silbatina marcial pegajosa. Fue la única vez que la escuché. Muchos años después, en los horrores de la fratricida guerra civil guatemalteca, la volví a oír, en algún lugar dispuesto para atormentar a los imaginarios opositores de un militar “cristiano” que entonces se había declarado “presidente” de Guatemala. “Es un himno de victoria, es cuando los enemigos deben morir”, explicó un hombre encapuchado a los cientos de detenidos, quién sabe por qué razones.

Atrás, en el tiempo, el cine “San Lorenzo” siguió su duro caminar entre pueblos y montañas; entre pequeños valles que reverdecían con trigales, milpas, cipreses y pinos. ¿Cuántas películas pudimos ver a la sombra de nuestra astucia infantil? Creo que todas.

Hubo otros que llevaron cine a Palestina de los Altos; sal de uvas Picot, la Coca-cola, sal Andrews, Pepsi-cola, Spur-cola, Alka-seltzer, Incaparina, Tónico Vigorón de Alta Potencia, Lombricina, Almanaque “Escuela para todos”, cigarros “Rubios” y “Casinos”, cerveza “Cabro”… En fin.

Los que también llevaron cine, fueron las iglesias evangélicas; en ése entonces, solo había dos templos cristianos en Palestina: el Bethania, de don Julio Rodas, hombre singularmente ejemplar, educado, respetuoso, atento y honrado, esposo de doña Mirsa, y la iglesia Presbiteriana, a un lado de la casa de doña Clara y doña Marta Jiménez, madre e hija, respectivamente. Nunca supe quién fue el pastor.

No recuerdo cuál de las dos iglesias, invitó una ocasión a ver una película; se trataba de Lázaro el leproso, pordiosero que recogía migajas bajo la mesa de un hombre rico. Murieron ambos y, obviamente, Lázaro ascendió al cielo y el hombre rico, descendió al infierno. ¡Aquel tormento, jamás habrá de olvidárseme! “El infierno”, se llamó la cinta. “Terror espiritual”, entonces bauticé a aquella película y hasta el día de hoy, no se me olvida.

Fuimos amantes del cine, de la gloria que nunca nos perteneció, de las historias que sólo nos enseñaron cuán grande es nuestra necesidad de fantasías, ésas que hoy, nos siguen empujando aunque al final de nuestra lacerante realidad, nos vuelva a decir lo mismo: somos una película digna de contar. Somos nuestra propia película.

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