Palestina, aurora que ahoga al tiempo




Vos naciste entre venas de agua y encanto,
entre pinos y cipreses, angustias y regocijos;
imponente como la aurora que ahoga al tiempo,
la estrella que apaga la noche,
el día que subyuga, dulcemente, el anonimato de
las sombras.

Fue tu dolor insondable, tu agonía sempiterna,
tu punzante penuria por los hijos que corren
por el universo
–en inconfesable estremecimiento–,

lo que encendió la llama que apaga las lágrimas
y enciende el beso que extingue la cruz,
y bendice el atajo que el horizonte toma
para alcanzar el infinito.

Ha sido exacto el tiempo para entender tu leyenda;
cosecha de sabios y tejedores de destinos,
arquitectos de vientos y neblinas,
dueños de verdades y sortilegios;
de gritos que se funden para siempre en la roca,
en las nubes y las cumbres que velan y ríen,
lloran y cantan cuando el caudal de tu gente,

se rompe en el hervidero de tus montes.

Sos música que se funde con la marimba,
con la tierra y sus hombres de maíz;
con el arrullo de la lluvia en los alisos,
los trigales y cerezales que florecen
cuando Mayo llora y Julio dibuja su frutos.

Así sos vos: una flor en el infinito,
un canto en el silencio de la historia,
un susurro en el grito de esperanza,
una voz que permanece hasta el fin del abecedario.

Sos fiesta de esencias de manzanilla y pino,
duraznales y granadillas que inundan el cosmos;
vivís entre ríos que llevan al mar,
la ofrenda de campanas y rezos que claman,

imploran y exigen, que el azul del cielo,
alcance a los hijos lejanos.


No sos la Palestina del Cristo que adoramos,
no se recreó en ti, la faz del Redentor,
ni en tu vientre el Mesías padeció el Calvario;
pero sos la Palestina de los Altos
que se ensancha y desafía al tiempo;
que bebe de sus transparentes torrentes
y permanece en el aullar de los coyotes
y el lamento de las lechuzas.

Sos la Palestina olvidada que se
refugia
en la rasgada y doliente conciencia del son;
sos la costumbre que obliga y convoca
a la nostalgia reprimida,
al llanto terco que conmueve
y arrastra al recuerdo imborrable.

Sos la epopeya que ruge, sed insatisfecha,
que en la lejanía seduce y provoca.

Sos, Palestina de los Altos, montaña y río;
trigal y maizales, cerezos, manzanas
y duraznales. Pinos, encinos y pájaros
que tocan el cielo; montañas que
besan perpetuamente, la extensión
de Dios.

Ahí he de volver, abatido, talvez,
triunfante, quizá;
pero seguro que las entrañas,
volverán al asentamiento inicial.

Como las aves de Marzo y Abril,
que caen del cielo como estrellas

para devorar las semillas de tu vientre,
así han de volver a tu seno
los hijos –tus hijos–
que soñando se fueron y soñando siguen.

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