Cambio climático que destruye tradiciones en Palestina

Noviembre, arrancando entrañas para construir pasados




Todo empieza el 1 de noviembre con el vuelo
de los barriletes...

Tres ya éramos multitud; al pie del robusto eucalipto, esperábamos impacientes que sonase el claxon del autobús de la empresa “Tacaná”, cuya puntualidad era tan exacta que marcaba la hora en que los que desgajaban las mazorcas del rastrojo amontonado, empezaban a guardar su morral con jarros vacíos de atol, y a emprender el camino de regreso a casa.

Nosotros aguardábamos la salida de las patojas; no importaba cómo habrían de ir vestidas. Sólo merecíamos verlas, así de lejos y esperar la sonrisa cómplice que nos indicaba asentimiento de deseos inocentes. Era noviembre, mes en el que el cielo de Palestina se vestía de arbitraria pulcritud. Las nubes se escondían con la misma puntualidad con que Chus “Cocina” atacaba a golpes de marro las campanas de la Iglesia de madera que nos marcó siempre el camino a una santidad que jamás conocimos.

Invariablemente, el azul del cielo invitaba a una tarde jarana que a fuerza de rezongueos, evitaba el frío calculador que anunciaba un diciembre flemático, aunque con sus ajetreos de fiesta y obligaciones provincianas que hoy se esconden ante una modernidad que ha cambiado el rumbo de las tradiciones y costumbres, lastimosamente.

Era un mes de agendas fiesteras. El América de don Chava Monterroso, el Comunicaciones de Arnulfo Monterroso, Gundemaro López y don Mario Escobar; el JUPA (Juvenil Palestino) de los patojos de segunda generación y el IDPA (Ideal Palestino) de los más güiros –rechazados de las ligas mayores de los equipos de mayor tradición– solían celebrar fiestas de aniversario y otras bajo pretextos divertidos, en éste mes en que las nubes interrumpían su llanto para dejar que el sol hiciera de las suyas.

Sábados y domingos futboleros que muchas veces culminaban con trompadas, especialmente si se jugaba con el “Maritza” de El Edén ó con San Rafael o San José. A veces, los resabios cancheros se reanudaban durante el baile de gala, ahora bajo pretextos de faldas. Eran las muchachas que, como parte de la tradición local, llegaban en calidad de basquetbolistas a enfrentar a los equipos femeniles de los cuadros enfiestados. Se volvían motivo de disputas sentimentales que a veces, nos hacían correr por todo el salón para encontrar la mejor posición y ver cómo los muchachos defendían su honor de hombre a punta de sopapos que por lo general, nunca daban en el blanco. Sucede que la “Quetzalteca Especial” ó la “Cabro”, ya había mermado su puntería.

Tardes de noviembre que no pasan aún a la historia y que buscan quedarse insertas en un momento que pretende ser dueño del tiempo. Tardes soleadas que raras veces se ven, ahora que el cambio climático nos ha despojado de la libertad de ser lo que otrora fuimos. Sí. A principios de noviembre estuve en Guatemala –obviamente, aunque de pasada, en Palestina de los Altos–, y me sorprendió que en pleno 6 de noviembre, la lluvia mantenía su terquedad de no dar su brazo a torcer y no dejar aparecer el sol.

Años atrás, justo el 30 de octubre, las lluvias cesaban sin la menor variación; para el 1 de noviembre, cuando asistíamos al Cementerio General a honrar a los que se han ido, el sol se aprestaba a devorar la sabia y los néctares de las flores que poníamos sobre los panteones. En el tramo carretero entre la Esperanza “Chiquita” y “La Cumbre”, todavía se podía ver milpas verdes y tierras cubiertas de nabos y verdolagas, como si fuera junio. Lo mismo de Palestina a Santa Irene y San Antonio, San Isidro Chamac y otras aldeas de paso.

Cecilia García, periodista quetzalteca –con quien viajamos a la ciudad de San Marcos para sostener una reunión de trabajo con colegas de ésa ciudad y San Pedro Sacatepéquez–, me contó que muchos agricultores tuvieron qué atrasar las siembras hasta junio e incluso, julio, por la falta de lluvias. ¡Se corrió el ciclo que antes, sin la menor variación, empezaba los primeros días de mayo!

Tengo la esperanza que todo vuelva a la normalidad. Mientras, queda en la retentiva, la indisoluble evocación que es motivo de ésta reflexión que nos lleva al pasado, pero al mismo tiempo, nos alerta sobre el futuro.

Como siempre, los palestinenses han tenido su propia concepción de la naturaleza. Al invierno llamamos verano y al verano, invierno. Así, mientras en otras partes del mundo, de noviembre a febrero es invierno, para nosotros era, y es, verano. Alrevesados si se quiere, pero era nuestra forma de conocer y vivir las estaciones del año. Y en verano, fuimos felices. El cielo nos pertenecía… Y nos sigue perteneciendo, aún con sus nubarrones impertinentes que indirectamente, nos culpan del daño que le hacemos a la ecología. Digo “le hacemos”, porque aunque no talamos bosques ni alteramos el orden natural de la tierra, permanecemos impasibles ante los abusos y excesos de otros que, al amparo de leyes y autoridades blandengues, cometen.

¿En qué nos quedamos? ¡Ah, sí! En que las tardes de noviembre de hace veintitantos años, nuestras límpidas tardes nos eran propicias para las caricias solemnes que no daban acceso al roce corporal, pero sí al intenso fragor de miradas subrepticias que manaban amores profundos que muchas veces, el tiempo nos ha revelado… ¡Pa’ qué pictes!, como decimos acá, en ésta ciudad que me ha cobijado de amores impredecibles y negados a decir. (“Pictes”, le dicen a los tamales de elote y suele pronunciarse la frase cuando a alguien le ofrecen comida cuando ya ha satisfecho las exigencias del estómago. O cuando a alguien le dan lo que ya tiene ó ya ha pasado el tiempo para cumplir una promesa ó realizar una acción.)

Tardes de noviembre que nos enseñaron, por boca e inteligencia de don Elmer Morales Velásquez, que el cielo y el infierno existen, como existe el viejo eucalipto donde le esperábamos para atender los dictados de la Iglesia antes de la Primera Comunión o para prepararnos para las loas a la Virgen de Concepción, el 15 de diciembre, víspera de la primer posada. Entonces, adoptábamos el nombre de una flor (siempre me tocó representar a “mirto”) y en cada esquina del recorrido de la procesión, recitábamos un fragmento lírico muy apropiado a la ocasión. Era en noviembre.

Lo confieso ahora: me parece que no iba tanto por fervor religioso –a pesar que fuimos educados en el catolicismo–, sino porque los ojos miel y el largo cabello de una hermosa niña, me traían arrastrando el alma. Espero que Dios ya me haya perdonado por ello. Y si no, ¡qué bello es pecar por amor! Aunque ya hice referencia a la anécdota en otro artículo de éste blog, vuelvo y la cuento; nos la contó don Elmer:

Dos amigos tenían serias dudas sobre la existencia del cielo y el infierno; hicieron un pacto prometiéndose regresar, una vez muerto uno de ellos y dar cuenta del lugar a dónde habría de ser conducido. Uno era bueno y otro malo. Murió el malo y desde luego, debía regresar a avisar su amigo bueno y decirle que en efecto, el infierno existía. Una noche, sobre la mesa del que había sobrevivido, tronó el manotazo del muerto y una voz que anunció: “Sí, existe el infierno”.

–Quedó sobre la mesa la marca de la mano, como la marca de una plancha –nos contó don Elmer. Desde entonces creo en el infierno.

Otra vez: eran tardes de noviembre, mes de azul despejado, mañanas serenas, tardes movidas y noches apacibles. Época de tapiscas y montones de milpa seca en los terrenos donde por las noches de fin de semana, junto con Carlos, Alejandro, Juanita, Chabela y Miguel Escobar; con Chepe, Nicky y Luís Morales, y mis hermanas Magda y One, quemábamos pie de caña sobre la tierra recién barbechada y saltábamos sobre las llamas. A veces se unían Franklin, Erik y Mincho Godínez.

Días de fin de año insospechados que hoy aparecen como poemas no recitados, momentos oníricos que deslumbran y al mismo tiempo, cierran ciclos sin romper el peso de la nostalgia que traslada, conduce a un tiempo que se resiste entender su marcha.

Noviembre, noviembre, noviembre. ¿Cuántas entrañas arrancó de nuestras vidas para seguir presente en el calendario y encender nuestras hogueras? Empezaba con los barriletes del Día de los Muertos; barriletes, atol de elote, arroz en leche, miel de ayote, mucún, fiambre, flor de muerto y tantas otras meriendas que a veces, en sueños, saben tan deliciosas que pareciera que no tenemos más opción que vivir el pasado en pleno presente.

Un noviembre que nos arrastraba a las pozas de los ríos a mostrar nuestras grandezas físicas; a mostrar nuestra inocencia. Mes que no vaciló en darnos lo que hoy es una historia renegada, pero historia al fin. ¿A poco no recuerdan aquellas noches de luna en que llegábamos al pueblo cargados de redes de maíz tapiscado? A veces en mulas, a veces en los camiones de los señorones que hoy son iconos insustituibles de nuestra bella historia. A veces, cargando el maíz en la espalda, con mecapales. Y si así es noviembre… ¿Qué decir de diciembre, cargado de olores de manzanilla, paches, pino, pitos de barro y tortugas? Imágenes de almanaques del año siguiente, colchas placeras. Estrenos inimaginables, serenos y luna llena de navidad y año nuevo, frías… Pero calurosas, llenas de festivas sombras de posadas y de robos de niños dioses. Pulgas de temporada (¿se acuerdan del pulguerío que se desataba en éstos días? Y más donde se convivía con chuchos macilentos pero adorados) que nos daba vida nocturna sin ficheras.

Noviembre… No olvidemos nuestro noviembre, nuestra Palestina, permanentemente embarazada de historias sueltas, gente de afinidad perpetua con el resto del mundo, gente de todas edades, filiaciones, creencias, apellidos. Noviembre. Palestina.

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