Palestina de los Altos, un amor doloroso

Soledad y lejanía que atropella y tortura


Calle solitaria en el tiempo, preñada de
recuerdos que hoy se desvanecen
en una realidad que atora la sensibilidad
y nos obliga a creer en el pasado.

Pocas veces se habla con el corazón… Pocas veces se abre el alma para decir lo que se siente. Un día, un viejo amigo y hermano de historia personal, me dijo que aún en medio de un millón de gentes, el despoblado es tan evidente que los rostros se vuelven polvo, como si todos ya hubiesen muerto. Se siente tanta soledad lejos del barro, la milpa, los laureles, los eucaliptos, los cerezos, los trigales, los pinos, los encinos, los alisos, las aves… ¡Hasta los zanates confirman su ausencia!

Es de madrugada éste domingo primero de noviembre. Intenté con poco éxito hacer una recopilación de los apodos populares que hicieron historia en Palestina de los Altos. Me volví loco tratando de recordar muchos de los que solíamos pronunciar en medio de las juergas publerinas. Pocos asistieron al llamado de la memoria. ¿Será que estoy perdiendo la noción de aquellos tiempos?

A mi lado, cuatro elegantes perros; tres de raza bóxer (madre, hijo y nieto que no han respetado la genealogía para empotrarse como lo que son: bestias adorables) y uno que compré recién nacido, en calidad de “siberiano”, y resultó ser más corriente que el gasto del gobierno en asuntos sin importancia para el pueblo. Aún así, trata de fingir nobleza negra, como su largo pelo que a veces fastidia a la hora del semanal baño. “Lobo”, es su nombre e inteligencia, su mayor don. Los otros tres no se quedan cortos. Parecen hablar con la mirada tierna y suspicaz.

Frente a mí, el bar repleto de botellas de toda clase de licor, separado apenas por la mitad de la sala y el comedor principal. Apetece un wiski; no, no, no. Mejor un tequila. Quizá un brandi o tal vez un coñac. ¿Un vino tinto? No se apetece el vodka, ni el martini. A la suerte (el refrigerador obliga al wiski, pues solo hay agua mineral y hielo; Coca-cola, sí, pero el ron no parece estar en condiciones de satisfacer una garganta sedienta… Y a un corazón dispuesto a recibir heridas), una botella de JB a la mano, se presta para convidar a un solitario regodeo embarazado de tristes lamentos, recuerdos ingratos y memoriales que van más allá de una novela escrita a fuerza de remembranzas que no hacen el intento de morir. Chivas Regal, Escocés, Johnnie Walker, Passport, Buchanas y mil marcas más, se aprestan a ser devoradas, pero gana el JB.

Costumbre o maña (“manía”, dicen los correctores de estilo y defensores idiomáticos. Afortunadamente, desde que Gabriel García Márquez decidió escribir con faltas de ortografía, todo se vale, según la Real Academia de Aduladores… Perdón, es Real Academia de la Lengua), dormir de noche para mí ha dejado de ser natural. Desde hace años, las correrías periodísticas en redacciones de tantos diarios como ha sido posible, me han creado la necesidad irrefutable de trabajar cuando todos duermen.

“Tu vida social empieza cuando los albañiles colocan el primer ladrillo del día”, me dice un compadre en son de broma cuando llega a casa con los periódicos del día, sorprendiéndome sentado frente al escritorio, tratando de enderezar al mundo, sin haber dormido un nanosegundo en medio de la oscuridad que a muchos aterra. Quizá a mi también, el miedo a la oscuridad me conduzca hasta los rayos del sol para mandar al descanso a un cerebro agotado por las ideas ajenas.

Trato de buscar en el tiempo la forma de regresar tan solo un segundo para instalarme en aquellos años extraordinarios en que solo tenía ojos para la mocedad, aquella época en que la soledad, la lejanía y destierro necesario, no figuraban en el futuro que hoy, ya es doloroso presente.

Soledad. Palabra que resume 45 años de brega por todos lados. Dije que hablaría con el corazón… Trataré sin arrepentirme mañana. Pienso en mis hijos, seres maravillosos que, con todo y sus formas de ser, son mi estilo de vida: amados hasta la paranoia, aunque a veces no lo entiendan, pero…

La soledad es terca; mi hijo menor, en el Distrito Federal mexicano, estudiando música. Mi hija mayor, en la facultad de medicina de mi ciudad, aprendiendo a sacar muelas. El más grande de todos, en Salcajá, componiendo el mundo de los rugidos. Yo, solo como todos los días, aprendiendo a hablar con las paredes, a preguntarle a éstas cuál es el clima de Palestina, quién ha muerto hoy, cuántos han regresado de la lejanía para volver a ser lo que yo no he podido desde hace veintitantos años.

Solo, en medio de una sala que me parece inmensa, fría y enajenada, insisto en recordar apodos y nombres raros. De los últimos, recuerdo a Teófilo, Nicanor, Toribio, Zenaida, Clorofila (sí, así se llama una condiscípula de la “Rafael Lnadívar”, procedente de El Edén), Doroteo, Enecón, Bermidio, Honofre, Cayetano, Crispín, Remigio, Auroro, en fin tantos nombres raros, pero para nosotros, tan comunes como los tayuyos, tamales de masa de maíz y frijol que cocinaban el 3 de mayo, envueltos en hojas de canaque, el Día de la Santa Cruz.

¿Quién, fuera de aquella maravillosa tierra, no siente que la soledad le asola, atenaza y perfora?

Soy feliz, no lo niego; incomparables hijos (¿quién no ama hasta la saciedad a sus hijos?) que me dan tanta satisfacción como si hubiesen salido del vientre de la primer mujer del mundo. Pero aún así, la soledad marca sombras, motivadas en la lozanía de un pasado intenso que nos recuerda la piedra de donde fuimos arrancados por razones diversas.

Duele la soledad. Martiriza, atropella, tortura. ¿A poco no? Desde mi divorcio hace ya casi nueve años, por fin tengo una nueva pareja, rayana en la divinidad, si quiero y quieren. Me llena el espacio entre Dios y yo. Pero, la soledad del pasado, es, insisto, terca, categórica, definitiva, contundente, inconmensurable.

Aquel pueblito que nos enseñó solidaridad, compromiso, lealtad; que despertó nuestras ilusiones, que hizo que le necesitásemos permanentemente, provoca soledad ilimitada. Podrán sentir jolgorio por los triunfos logrados; lo he sentido cada vez que aquí, me hacen el favor de un galardón, de un reconocimiento, un premio, una estela de loas profesionales. Pero la soledad por el pasado, se niega a corresponder a un presente que oprime el espíritu, el alma, el corazón, hasta el desfallecimiento.

“No se puede tener todo en la vida”, suele decir una colega periodista cuando algo le sale mal. Tiene tanta razón que empiezo a creerle. Pero los recuerdos, se pueden tener siempre, aunque causen tanto dolor como una puñalada en el centro del corazón, cuando más alegre se está.

Entre la lectura del “Miau” de Benito Pérez Galdós, canciones de Trigo Limpio, Raphael, Nelson Ned, salsa, vallenato y algunas de las breves interpretaciones de Alicia Azurdia, el sol poco a poco empieza a tomar su sitio en mi amplia ventana; las verdes cortinas intentan contener el calor y la intensidad de su luz. Ha amanecido otra vez. Otro día cargado de emociones, recuerdos y tantas tertulias en los cafetines de la ciudad, a donde acudo siempre, para enterarme de los chismes de política que más tarde, debo corroborar con mis fuentes que casi nunca me fallan.

El cenicero está repleto de colillas; la botella empieza a dar muestras de senectud. Mi página web que estoy diseñando, parece no dar para más. La noche me pareció corta. La furia contenida por la irresponsabilidad de los “diseñadores profesionales” de páginas web, me tiene ya, sin cuidado. Tendré que hacerlo yo mismo y dejar de erogar más dinero por trabajos mal hechos o lo peor: incumplidos.

“Amor añejo”, con los Cardenales de Nuevo León se me acomoda como anillo al dedo. Suena con tanta fuerza que presiento que he despertado a mis perros. Añejo amor que mata, que duele tanto como la soledad, pese a respuestas sentimentales que ubican y retienen el tiempo, pese a promesas de amor que todos los días arrastran a una verdad tantas veces escudriñada y que dejan el mismo sabor de boca… Sabor a besos adolecentes.

Bueno, se me secó el cerebro, pese a los líquidos. “No olviden al pueblito que nos dio todo”, pretendo decir en éste loco mensaje. No hagamos de los recuerdos una noche gris, sino un día repiqueteando de campanas, solaz; que la soledad no abata nuestras almas, pese a su pesada carga. Son momentos difíciles, vacíos, aún tengamos todo enfrente.

Viene a la memoria el tañer solemne, triste a veces, de las campanas pueblerinas, aquellas que anunciaban muerte, fiesta ó diversión. Imagino a Chus Cocina, montado en su caballo de madera, obligando a fuerza de tradición, el grito de los bronces que invitaban a ceder tiempo frente al tiempo mismo.

Se presenta además, el sonoro viento de la zarabanda, ahora que pasó el llamado “Día de los Santos”, dedicado al recuerdo de quienes, cansados de la vida, pusieron pies sobre tierra, cuerpo sobre dolor.

Hojas rojas, “cadenas” de papel morado, coronas de flores plásticas que rumoran fiesta de recuerdo, fiesta de nostalgia por los que fueron llamados a cuentas celestiales.

Pd.: Si recuerdan nombres raros y apodos en Palestina de los Altos, mándelos al correo de siempre para que recordemos juntos. ¡Va!

Pd. Dos: En la vida he soñado tener al amor de mi vida. Ahora he aprendido que ese amor es por Palestina. Es un amor doloroso. Me ha alimentado todo. Me mata, en todos los sentidos; es un amor incomprendido, un amor que llega y se va sin explicaciones. Ojalá todos sientan lo mismo por ese pedacito de tierra, tan grande, enorme y sutil, al mismo tiempo.

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