Cuento: Los coyotes de Palestina

La leyenda asegura que el coyote, "gana el valor"



Les ganó el valor, pero no tuvieron miedo...
Los dos caminaban sin despedir ni una palabra de sus bocas; de vez en vez, uno de ellos afinaba un leve silbido a modo de canción de moda. Con las manos entre las bolsas del pantalón, pasaron por la entrada del Cementerio General, viendo a su interior de reojo, como tratando de adivinar las figuras fantasmales que, según los abuelos, solían salir por las noches para merodear el pueblo. Nada. Silencio absoluto, roto solamente por las rápidas pisadas de los dos patojos que regresaban de entre las cumbres y montañas de El Carmen, después de una tarde de amoríos con pocas esperanzas de larga vida.


La niebla se había posado lentamente sobre las casas de adobe desde la tarde. Difusos reflejos de las luces amarillentas, tiritaban a lo lejos, casi en señal de bienvenida. En el último tramo para tomar la lodosa calle que les llevaría a cada uno a su casa, tuvieron la misma sensación: alguien ó “algo”, les miraba fijamente.
Apretaron el paso sin decir nada; en medio de la penumbra, se buscaban con la mirada y fingían no haberse dado cuenta de lo que imaginaban. Cuando por fin doblaron la última curva y su camino se iluminó con los primeros destellos de los focos públicos, sonrieron para sí. Con tal sincronía, voltearon hacia el viejo horno de pan de doña Tea y doña Trinis y confirmaron que ya habían terminado la faena diaria.

–¿Trajiste el “cuto”, vos? –preguntó Carlos, advirtiendo que sobre el puente de madera, había un perro sentado, como si estuviese esperándolos.

–No… Aunque sea terrones de barrial agarremos –dijo Baldomero, al tiempo que rascaba en el paredón algunos trozos de tierra dura.

El animal despegó el trasero de los tablones de madera y se irguió como retando a los dos patojos. Ambos voltearon a verse y trataron de pronunciar una palabra. Sintieron que la lengua se había pegado irremediablemente al paladar.

Los pies de pronto, se volvieron de plomo. Los gritos que planearon se ahogaron entre el pecho y la garganta. Estáticos, veían los ojos rojos de la pequeña bestia que les veía inmutable, con curiosidad natural. Su pelaje, entre gris, colorado, amarillo y negro, de pronto se erizó. Estiró las patas delanteras para desperezarse hasta tocar el ápice de sus uñas delanteras con la punta del hocico. La panza rozó con elegancia la madera del puente y la cola se levantó como alabarda, doblándose lentamente hacia el espinazo.

Sus ojos, a pesar de la oscuridad, refulgían con displicencia… Los dos patojos permanecían inertes frente a aquel animal que parecía haberles ganado el valor. ¡De hecho, se los había ganado!

No era un chucho común y corriente. Tenía aires de majestuosidad, de solvencia y arraigo en aquellas tierras por entonces, olvidadas por los hombres. Ni la bestia ni los dos muchachos se movieron por algunos minutos que para Carlos y Baldomero, fueron intensas horas de terror provinciano. Fue, literalmente, pisar los bosques de la eternidad.

Los terrones de barro yacían hechos polvo a los pies de ambos. Tal fue la fuerza del miedo, que las manos se cerraron, partiendo los duros tiestos en partículas.

Las casas de don Fidel Monterroso, doña Tila y los “Campero”, que recién habían instalado un molino de nixtamal, se veían tan distantes como las intenciones del raro “perro” de hacerse a un lado del camino de aquellos dos enamorados furtivos. El silencio a las nueve de la noche en Palestina de los Altos, era común. Pero esa noche, pareció haber tomado a todos por completo. A un lado, la tienda de doña Trinis, acusaba algunas luces, pese a estar ya cerrada. Pero ninguna voz que diera a los dos patojos una esperanza de sobrevivir al terror de estar… ¿Frente al Cadejo?

El animal caminó unos pasos hacia sus improvisados acompañantes y se detuvo frente a ellos, observándolos con curiosidad. Se dio la vuelta y empezó a trotar hasta las piedras del río, rumbo a las cataratas del río.

Como si un pesado costal de mazorcas hubieran quitado de los hombros de aquellos patojos, éstos sintieron un alivio profundo. Y de las casas cercanas, salían voces, risas y susurros, como si de pronto, todos hubiesen despertado al mismo tiempo.

–¿¡Qué putas era eso, vos? –preguntó Baldomero con las piernas bailando a solas y las manos echas un cubo de hielo.

–Era el Cadejo, vos… ¿Viste sus ojos? ¡Estaban rojos!, –afirmó Carlos, disimulando el temblor de piernas.

–¿No era el chucho de doña Chaga y don Tino?

–¡No! Estoy seguro que era el Cadejo.

–Pero el Cadejo solo se le aparece a los bolos y nosotros, ¡no venimos a pija!

–Ahorita no, pero al rato sí, porque nos vamos a la cantina de doña Geny a echarnos unas “Inditas” para que se nos pase el susto –sentenció Carlos, ya repuesto de aquella espeluznante escena.

Los dos siguieron su camino, ahora hablando hasta por los codos. Discurrían sobre aquel extraño chucho que los paralizó, como decían, paralizaba la Llorona, el Juan No, el Cadejo y otros seres de la mitología chapina que se niegan, hasta hoy, a ausentarse de la creencia colectiva.

Dos cuadras más adelante, don Layo López y su hijo Gundemaro –machete en mano– veían hacia la calle del cementerio, indecisos sobre si tomar ese camino ó ir hacia la escuela, donde presumían, habría ido…

–¡Hey, muchá! –gritó Maro cuando vio a los dos gurruminos que caminaban hacia ellos–. –¿No vieron a un coyote serote por ahí? Se metió el hijuelagranputa al corral y se llevó dos gallinas –anunció.

–¡Hijuelas! Seguramente es el que vimos por la casa de doña Trinis; se fue como que a la peña –informó Baldomero.

–Pero no llevaba ninguna gallina; nos tuvo miedo y apenas nos vio y salió echo bala al río –secundó Carlos con su clásica risa burlona.

–Sí, pues, como que sabía su delito porque casi se mata aventándose del puente; lo seguimos, pero nos tuvo miedo –recalcó Baldomero con tal seguridad, que don Layo y Maro, por poco y les otorgan la Medalla de Valor al Mérito.

Ramiro, que para entonces era el conserje del Centro de Salud, confirmó la versión de los dos patojos.

–Sí, se fue para el río, hacia “Los Molinos” –dijo.

Y se unió a los dos chavales que tomaron la calle empedrada hasta llegar a la cantina de doña Geny. Los tres hablaron del coyote.

–Dicen que el coyote le pesa el cuerpo a quien lo ve –comentó Ramiro.

–¡Son jaladas! Ni tiempo nos dio de verlo bien, juyó como alma que lleva el diablo –dijo Carlos.

–Sí pues, no nos pesó el cuerpo ni le tuvimos miedo. Solo porque saltó el puente si no… –secundó Baldomero.

Comentarios

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Un saludo
Anónimo dijo…
BUENISIMO

ME GUSTO ESPERO QUE PUEDAN COMPARTIR MAS INFORMACION SOBRE PALESTINA.

SALUDOS

ADELANTEEEEEEEE

ATENTAMENTE
UN PALESTINENSE....

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