Versos sin palabras

Duele más la ausencia de los vivos que la de los muertos

Eso parecimos oír:
Cadenas arrastradas que suponían la tortura de las piedras ancestrales que poblaron la senda de los ancianos, nuestros ancianos, que nos enseñaron a pisarlas con respeto a su milenaria condición de monumentos a la historia de pueblo.
—¡Es Juan No! —murmuraba cualquiera.
—No —replicaba el más sabio de la casa—, es la “Carreta del hombre sin cabeza”.
¡Horror!
Silentes, las calles solitarias soportaban estoicas los embates de nuestras fantasías.
Cadenas de papel morado, blanco, negro, rojo, rosado…
Construidas con nostalgia.
Vestidas de amores eternamente idos.
Coronas de hoja de ciprés.
Flores diminutas blancas.
Noche de víspera.
Muertos presentes.
En la memoria; en el recuerdo doloroso.
Rubidia se fue muy joven…
María Noriega, también… Omar, Nelson, Mario, Romeo, Dagoberto, Cuquita, Amilcar…
Últimamente, Guayo, Ma
rio, Paco, Rafa… Rodrigo.
Jóvenes.
Muchos de ellos saltan divertidos y escapan de la memoria.
Les gusta corretear.

Como las ovejas de nuestros campos, nuestras hoyadas, nuestros montes.
Tía Nay
a, don Lon, doña Maruquita, doña Panchita, Chanita, El Gato Wiliam, El Burrito, doña Nila, don Jorge, Doña Esther, don Fidel, don Tin…
Decenas más qu
e, como los otros, gustan de jugar a las escondidas en la memoria debilitada por la necesidad de recordar.
Muertos en cuerpo, vivos en espíritu.Más vi
vos en la memoria.
Cruces adornadas.
Lágrimas que abundan en ríos de infame pedido de regreso.
Zarabanda lejana que alegra almas perdidas.
Barriletes que avientan
espíritus entra la milpa seca.
Milpa que llora anticipadam
ente, la mutilación necesaria.
Miguel Ángel Asturias describ
iría su llanto: Ssssshhhhhhh… track, track, track, sssshhhhhh, poc, poc, poc…
Mecidas por el viento, las secas hojas de milpa lloran con nosotros a los muertos amados.
Amores lejanos, perdidos en años de tortuosa ausencia;
deberían regresar.
Días de gloria.
De volver a los muertos.

Caminos apartados para nosotros que les seguimos.
Procesiones de ánimas que salen de sus panteones.
Comen atol de elote.

Arroz en leche.
Mucún en dulce.

Fiambre.
Ayote cocido con cal y leña seca.
Cusha y cerveza llorona que esconde su soledad en la espuma.
Velas en alumbran el camino de regr
eso.
Y el de retorno al más allá.
El “más allá”, desde donde cuidan a los suyos.
Caminos de pino, sembrados a modo de ruta imperdible.
Es Día de muertos.
Los muertos más vivos.
Los que van a negar siempre s
u partida…
Navegan siempre en la misma dirección: nosotros.
Calles preñadas de soled
ad.
Última morada a pr
eparada cualquiera.
Papel morado...
Rosado. Blanc
o y negro contundente.
Cadenas hechas a mano, al c
uidado de los fantasmas que doña Olga, la eternamente fiel esposa de don Urbano, recreaban con su florido lenguaje.
—“¡Güiros, al rato va a pasar el “Juan
No” —nos decía mientras, entre los primeros mocos de la temporada, pegábamos tiras de papeles de china, horas antes de llevarlos al cementerio—.
Al acercarse la media noc
he, todos apagábamos las orejas a cualquier otro ruido que no fuera, el de las cadenas —¡vaya imaginación aquella!— que se arrastraban sobre el viejo empedrado, ése que arrancaba suspiros a la antigua carnicería de don Rogelio Monterroso.
¡Y sí! Oíamos con tal claridad el arrastre.
El silencio era absoluto… Terminante.
¡No era “Juan No”…! Ni era
nadie.
Era nuestra superstición que nos hacía ver, hasta al diablo mismo.
Hoy, a la larga es como un verso sin palabras.
Hoy, la ausencia de l
os vivos es más dolorosa que la de los muertos.
Callejuelas de cementerio abandonadas; solitarias.
Poca gente se ve entre la
s tumbas.
Casi nadie.

Ni barriletes ni zarabandas.
El silencio es arbitrario
.
Nada como antes.
Todo ahora es lo que
nunca hubiésemos querido que fuera.

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