El Cadejo, personaje de leyenda en Palestina

Cuando se oye cerca, está lejos; cuando lejos, está cerca

–Dicen que anoche se le apareció El Cadejo a don Manuel y está muriéndose–, nos dijo mamá tomando su reboso para ir a acompañar con oraciones al moribundo. –Pobre hombre, va a morir en su ley, el trago lo trajo a éste pueblo, el trago se lo va a llevar. Dios lo recoja en su Santo seno y la Virgen María lo guíe en paz–, concluyó en el umbral del portón que se cerró tras ella, mientras hacía la señal de la Santa Cruz con sus dedos sobre la frente.
Muchos años después, entre los algodonales de Retalhuleu, don Manuel, rememoró aquella noche en que se le apareció El Cadejo en “los pocitos”, a unos metros del primer copante (puente antiguo) del pueblo. No había muerto aquel día como pronosticó mamá.

–Sólo Dios me pudo salvar de una muerte segura–, nos dijo mientras los cargadores atiborraban su camión con sacos de algodón prensado. Su mirada se clavó en el horizonte donde el sol empezaba a desaparecer. –Pero ya no tengo miedo, ya no tomo güaro; El cadejo solo se le aparece a los bolos–, explicó sin poder ocultar su miedo a la oscuridad.

Entre risas por el recuerdo y bromas de los choferes del resto de camiones en espera de carga, don Manuel recuerda que ésa tarde había bebido de más. “Me tomé como ocho octavos de ‘Indita’ y unas cervezas. Me puse bien a pija y decidí ir a ver a mi mamá a Buena Vista. Pasé a mi casa y no había nadie. Eran como las seis de la tarde. Empecé a caminar cuando de repente, un chucho (perro) negro, lanudo y ojos rojos, se puso a mi lado. Caminó un rato pegado a mi. Me dio cólera verlo ahí y le empecé a tirar piedras. No ví a dónde se fue y seguí caminando… Pero nunca llegué a la primer curva. Caminaba y caminaba y seguía en el mismo lugar, no avanzaba ni un paso. Me senté y me quedé dormido. Cuando desperté, estaba tirado debajo del copante”, cuenta.

Esa tarde-noche, (era la temporada en que los días son más largos) fue de escándalo histórico. Nunca nadie habría osado suicidarse desde ése puente, dada su relativa altura: unos dos metros. Si acaso, un par de huesos rotos y el suicida, quedaría con más dolor moral que físico. Tampoco
nadie vio como y a que hora, don Manuel se había lanzado desde el brocal del copante. Lesiones leves y una goma de valientes, no eran para morirse. Mamá exageró, no por las heridas de don Manuel, sino por el enojo del Cadejo que fue apedreado. A nosotros no se nos permitió ir a ver al suicida; solo nos acorralaron con la historia del Cadejo.

¬Dicen que solo se aparece a los bolos decentes para cuidarlos–, dijo papá con su inseparable cigarro en la boca, después de la cena. Ninguno de mis hermanos había salido esa noche, la siguiente después de habérsele aparecido a don Manuel. –Es un perro enorme; algunos dicen que echa fuego por los ojos, otros dicen que es sangre. Nadie ha tenido el valor de verlo directo a los ojos porque quien lo hace, se lo lleva al infierno–, prosiguió.

A Papá nadie le interrumpía cuando hablaba. Pero esa noche, no le dejábamos terminar sus frases a fuerza de preguntas sobre el animal en cuestión.

–¿Es cierto que arrastra cadenas, papá?–, preguntó uno de mis hermanos mayores, a punto de alistarse en el Ejército (nunca quiso que se lo llevaran a la fuerza, como era la ley marcial por ésas épocas en Guatemala).

–Eso dicen, eso dicen.

–¿Pero por qué?–, quiso saber la hermana mayor que no soltaba su crucifijo.

–Debe ser porque es el mismo diablo–, respondió papá.

***

Atrás de la casa no había piedras ni concreto. Pero el ruido de las cadenas se escuchaba como si las estuviesen arrastrando en medio de la habitación. Luego, un silbido lejano, largo, sin estructura musical, como si el aire solo escapara de alguna parte.

–¡Es El Cadejo!–, declaró mi hermana Maya que ya se había metido en mi cama hasta colocarse casi debajo mío. Estaba pálida, fría y temblorosa. Mi madre pidió silencio, mientras mi padre tomaba los viejos herrajes de caballo que tenía colgados en alguna parte de la casa. Todo quedó en silencio. La correteadera de algún animal por toda la casa y sus alrededores quedó hasta que volvió a salir el sol. Tres marranos habían desaparecido esa noche.

La leyenda dice que cuando El Cadejo está cerca, el silbido que emite, se escucha lejos; cuando está lejos, se escucha pegado a los oídos.

La noche que me pareció verle, sentí que el alma se me fue al fondo del mar… Y la borrachera, igual. Fue en la calle atrás del templo evangélico “Betania”. El perro era enorme, nunca lo había visto en el pueblo. Corrí como endemoniado hasta la Iglesia Vieja. No supe como llegué a casa. Tampoco supe si era El Cadejo. Quizá fue un torete descarriado. Lo cierto es que jamás olvidaré el grito y la correría.

Algunas noches, en ésta enorme ciudad, salgo a las calles con la ilusión de verle. Nada. ¿Es solo una leyenda?

Comentarios

Anónimo dijo…
gracIas¡¡¡
encontre la informacion que necesitaba

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