Nadie supo cómo se metió en el recuerdo para siempre

La "Tortí con tortí", inolvidable personaje


Nunca supimos de donde vino; de pronto se apareció en nuestras vidas y se instaló en el recuerdo para siempre. Pocas veces abría la boca y cuando lo hacía era para pedir tortilla con tortilla. “Tortí con tortí”, pedía en una especie de español con quién sabe que otra lengua autóctona. Decían que caminaba desde Quetzaltenango hasta San Marcos y viceversa. Otros, que se escondía por algún tiempo en alguna choza entre las montañas y solo bajaba al pueblo cuando el hambre la atenazaba.
Un bulto envuelto en lo que alguna vez fue un cubrecamas pegado a la espalda, un puñado de bolsas de plástico en una mano y una vara de “bilil” en la otra, eran todas sus propiedades.

Nadie sabía su nombre; tampoco hubo quién se atreviese a preguntárselo y si lo hizo, nunca quiso decirlo.

–¿Cómo se llama Usted?–, le pregunté un día que me armé de valor.

–¿¡Qué te importa ishto serote!? ¡Quiero mi tortí con tortí!– me gritó.

Pude ver que le faltaban casi todos los dientes; alrededor de los únicos dos que alcancé a contar antes de salir corriendo, un promontorio de masa amarrilla permanecía en el asiento de cada uno de ellos. Sus labios delgados me parecieron inmensos cuando profirió el insulto. Sentí pavor.

En casa nos habían infundado el respeto hacia los mayores, fueran éstos quienes fueran. Mi terror, por tanto, no era por la “Tortí con Tortí”, sino por la queja que ella pudiera enderezar en mi contra.

Curioso, pero en Palestina, casi nadie comía tortillas. En casa, los tamales de hoja de doblador, de milpa, canaque o mashán, eran los preferidos. De tal forma que ella se conformaba con los tres o cuatro tamales que se le daban y una que otra porción de habas enzapatadas o jocóm, cuando se había deleitado la familia con esa vianda.

Su larga falda de pliegues le llegaba hasta la planta de los pies. Algunas veces, la arrastraba; una blusa, un suéter y quizá algunas chamarras dentro de su bola de cachivaches en la espalda le cubrían del intenso frío en esos más de 2 mil metros sobre el nivel del mar en que está asentado Palestina de los Altos.

Nunca se alteraba, creíamos. Pero una tarde, de pronto se enardeció por algo e inició una corrediza por toda la plaza dando palos a quien encontrase enfrente. Eso sí, muy cuidadosa: a los adultos, los dejaba en paz. Su objetivo éramos los patojos que, sin deberla ni temerla, nos habíamos convertido en blanco de sus ataques. A nadie pudo tocar; éramos más ágiles que ella. Luego supimos que en la cantina de Doña María Paz, Bernardino, un indígena en estado de ebriedad, le había dicho que estaba loca. Nosotros pagamos el insulto.

Desde entonces le tuvimos miedo. Le veíamos venir y preferíamos rodear todo el pueblo que encontrarnos cara a cara. Ella reía –a veces a carcajadas– cuando nos veía salirnos de su camino.

La historia de la “Tortí con tortí” cada quién la construía a sui manera o según su imaginación. Hubo quién llegó a decir que pertenecía al cuerpo de inteligencia del Ejército y su trabajo era detectar a militantes de la guerrilla. Otros, que su locura se debió a que su esposo, un prominente empresario de Xela, habría muerto en un accidente y ello la dejó en esas condiciones.

Nadie tampoco se atrevió a seguirla. En san Antonio Sacatepéquez, en la carretera a San Marcos, no habían oído hablar de ella jamás. En San Juan Ostuncalco tampoco tenían noticias de ella. ¿De dónde venía?

Lo cierto es que fue un personaje inolvidable del que quizá, pocos se acuerden. Talvéz ni los que alguna vez tuvieron un encuentro desagradable con ella, como aquel que se orinó en los pantalones cuando se la encontró en medio de la milpa.

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