Amistad en paréntesis; 30 años después, el reencuentro

Cómo, la internet hizo el milagro de encontrarme con mi hermano


El pueblito de Palestina de los Altos,
donde con Jorge Guillermo, crecimos
y dejamos de vernos por muchos
años.

No recuerdo exactamente si hubo despedida; de pronto, el destino nos encaró e hizo lo que debía, sin consultarnos. Sin siquiera darnos oportunidad alguna para abrazar la melancolía. La última vez que nos vimos fue en la estatua de Justo Rufino Barrios, frente a su casa. Fue el inicio del prolongadísimo paréntesis de una amistad que por algunos años, pensé, habría muerto para siempre.

Nadie, en más de 30 años, supo darnos razón del uno ni del otro. Fue como haber desaparecido sin por lo menos, dejar rastro de una infancia que en la desfachatez del tiempo, se antoja cercana, fresca…Como si el último apretón de manos hubiese sido ayer.
–Está en Los Ángeles –fue la concreta respuesta que recibí de no se quién cuando intenté indagar su paradero–. De eso estaba seguro. Ya lo habíamos platicado, pero en mi fuero interno creí que sería solo una remota posibilidad.

Burlón, el destino se apareció de repente y cumplió su tarea. Sentados bajo la terca mirada del prócer de la reforma guatemalteca, hablamos trivialidades que a nuestra edad, era filosofía pura, intentos de asalto al futuro que nunca creímos demoledor.

Jorge Guillermo Sánchez Morales tenía una risota franca; parecía que las comisuras de los labios iban a invadir los pabellones de las orejas cuando soltaba una de sus habituales carcajadas. Así quedó grabado en mi memoria hasta el día de hoy. Más aún, se niega a morir el recuerdo de sus dos colmillos y su cabeza rapada cuando, antes de la partida, ingresó al Instituto “Adolfo V. Hall” y nos veíamos eventualmente.

Dato impreciso: ¿Fue un Sábado de Gloria? ¿Un Día de los Santos?... Quizá un primero de enero. El destino ya acechaba entonces.

La zarabanda estaba en su punto más candente; Alfonso Morales, Losber López, Carlos Monterroso, Malco Escobar, Sindulfo López, José Morales y yo, estábamos, divertidos, viendo cómo los muchachos indígenas, literalmente, arrancaban a fuerza de empujones y jalones, un par de bailables a las muchachas. Se desató la trifulca y salimos como flatulencia del lugar antes de recibir un botellazo.

Nuestro refugio, la cantina de doña Genny Natareno; ahí estábamos, pasaditos de “octavos” de la “Indita”. De pronto, un “mayor” de la municipalidad entró al lugar y, sin mediar palabra, dejó caer sobre la cabeza de Jorge un sonoro golpe que lo derribó en la entrada del dichoso antro.

Siempre tuve la fortuna de pegar un solo golpe en el lugar adecuado. El “mayor” –un indígena cubierto con un pantalón morado, pijazos amarillos a modo de triángulos que arrastraban polvo cuando caminaba y una chaqueta de lana cruda, negra, al ver su gracia–, salió corriendo; tras él, los amigos de Jorque que presenciamos la escena. El hombre agarró valor de nuevo e intentó regresar, ahora, con un machete cuto en una de las manos.

Error fatal. De quién sabe dónde, solté la patada desde la última grada y a última hora. (Como que el destino me preparaba para alcanzar el término “última hora”, porque terminé siendo periodista). El “mayor” emitió un gemido gutural que nos hizo temblar a todos. No se levantó.

–¡Váyase a la mierda que van a venir los otros “mayores” y lo van a cachimbear! –ordenó doña Genny con una autoridad que ya desearía cualquier militar panzón de cualquier ejército.

Aunque la orden fue solo para mi, el resto de bolencos ahí presentes, salieron en desbandada; algunos, aprovechando para no pagar la cuenta. De todos modos, Juliana, la mesera a prueba de tentaciones, nos tenía bien fiscalizados y tarde o temprano tendríamos qué pagar la deuda. Alcancé a ver la cabeza sangrante de Jorge y regresé a tratar de abrazarlo.

–¡Que se vaya a la mierda, patojo hijuecienputas que ya mató a ese serote; del güiro éste me encargo yo! –volvió a ordenar doña Genny, que ya tenía una palangana de agua que le había llevado Juliana, dispuesta a lavar la rapada cabeza de Jorge.

En la esquina de la casa de Violeta Santizo, aparecieron no se cuantos “mayores” más. Corrí como demonio asustado hasta la esquina de la casa de don Walberto Maldonado. Ahí estaban el “Viejito”, hijo de don Walberto de quien nunca supimos su nombre de pila, Luís Heberto Morales, –el “Chinito”– y Lubelindo Escobar. Los dos últimos, con sus copitas; el “viejito”, sobrio como su vida misma.

–¿Qué hubo ahí? –preguntó uno de los tres.

–Están agarrando patojos para el Ejército –dije sin resuello–. ¡Están patrullando!, volví a gritar. Se unieron a la huída, incluido el “Viejito”, que ya no tenía edad para ser reclutado. Al otro día supe que el “mayor”, más que herido, se había quedado dormido, con unos moretones de más en la cara. Doña Genny convenció al resto de “mayores” que tras lesionar a Jorge, intentó salir corriendo, cayendo de bruces sobre las piedras de la calle. El somatón fue soberanísimo.

Pero esa noche, el pavor nos alcanzó. Tomamos los cien metros que nos dividían del copante “Espunpuja” y doblamos a la izquierda, rumbo a “Villa Lesbia”, la casa de madera en que entonces, vivía Lencho, el sastre, con Aída, su mujer, hija de don Salvador Monterroso. Pasamos como locos frente a la casa de Lencho. A lo lejos oí que seguía sentado frente a su máquina. “Celajes Tacanecos”, melodía que interpretaba magistralmente la marimba “Lira Marquense”, fue lo último que alcancé a escuchar mientras corríamos como linces.

La casa de doña Nala, madre de la siempre bella Amarilis, la pasamos sin tocar el suelo. A Luís se le cayó uno de los zapatos; el “viejito” reaccionó y nos paró en seco:

–Váyanse a la mierda güiros brutos, a mi ya no me agarran ni por ratero; a ustedes sí se los llevan de pajes de Lucas García (el presidente en turno) –masculló sin resuello y con una risa demencial que nos obligó a carcajearnos.

Se sentó en una mata de pajón y nos dejó seguir la carrera por el bosquecito que adornaba la casa de don Polo Noriega. Luego, subimos por los terrenos de doña Panchita Godínez hasta mi casa. Nos metimos a la cama sin intentar respirar.

No faltó el chismoso de pueblo que nos avisase que el “mayor” había muerto de la patada. Consideré la posibilidad si entre los nabitos, las habas, los ayotes tiernos, los tamales de hoja de milpa o las yerbamoras, se habría colado alguna dosis de criptonita proporcionándome la brutal fuerza con que defendí al amigo. Pero no. Solo fue para asustarnos. De todas formas se me dilataron los esfínteres y pasé el día invocando a cualquier dios para que frenara las corridas de la cama al inodoro.

***

Curiosamente, la última vez que charlé con Jorge Guillermo, bajo la mirada de piedra de don Justo Rufino Barrios, ninguno de los dos se acordó del episodio. Y habían pasado apenas quince o veinte días. Más aún, el mayor, de nombre Víctor Carreto, nunca me reclamó nada, un año después del penoso incidente.

El día que nos encontramos, fue una tarde en que las canículas de julio apretaban y la milpa empezaba a “camaguear”. Esa tarde un grupo de Alcohólicos Anónimos festejaba un aniversario de existencia. Don Mario Escobar, entre los notables del grupo, me invitó al ágape. Ahí estaba Víctor Carreto con su infaltable chaqueta negra de lana cruda.

–¿Vos sos el hijo de don Lon? –preguntó a bocajarro.

–Sí, yo soy –respondí, esperando la primer trompada–. No fue así. No mencionó el suceso por el cual debimos habernos odiado a muerte. Me cayó bien el tipo.

Para entonces, de Jorge Guillermo ya tenía un tiempo de no saber nada. Un día, osé preguntar por él con mi hermano Nery Francisco, de quien sabía, tenía amistad intrínseca con Leonel, uno de los tíos de Jorge.

–No se; lo único que sé es que está en Estados Unidos –me dijo, excusándose de no seguir con la plática debido a tener compromiso con su feligresía–. Se había convertido a la religión cristiana protestante y era un pastor comprometido con su iglesia.

Infinidad de veces intenté saber del paradero del amigo, del hermano con quien crecimos más juntos que dos siameses. Distantes, si se quiere, pero unidos de una forma que solo Dios sabía entender. Pasaron los años; fui perseguido político en Guatemala durante los años más difíciles de la guerra. Aguanté lo más que pude hasta que sucedió lo del secuestro… Y la declaratoria de muerte oficial. Las hordas del ejército del entonces presidente Efraín Ríos Montt, luego, las de Mejía Víctores, no cesaron de maltratarnos. Asumió Vinicio Cerezo y todo siguió igual…

Asilo, exilio, persecución. Años y años sin tener la menor noticia del amigo, del hermano.

En la tranquilidad de la madurez, cuando la esperanza de encontrar al amigo había, aparentemente, muerto…

***

La necesidad, la nostalgia, como elementos para recuperar el pasado. “Palestina de los Altos”, la palabra clave en el buscador de Google en la Internet para rebuscar en el pasado, en las cenizas. Nada. Un año, dos, tres, cinco, 10, 20… Cuenta perdida.

Al fin, una de tantas tardes, ¡aparece en Internet! Fotos, historia… Tan poco pero tanto al mismo tiempo que la historia de Paris, quedó en la cortedad. Otra vez, un año, dos y la misma información de la página de Inforpressca. Nada nuevo. Como si se hubiesen propuesto instalar la historia de Palestina desde la fundación del mundo para nunca más moverla. Luego, datos fríos, hasta torpes. Envié algo de material a Inforpressca para que lo incluyeran en la página oficial de Palestina y solo respondieron que lo analizarían y se comunicarían para avisar la determinación. Nunca lo publicaron y jamás escribieron, salvo una vez para decirme que mi también amigo de la infancia y adolescencia, Carlos Monterroso Ralda, me enviaba saludos.

– Hay qué recordar a Palestina como es –pensé.

Y decidí abrir un blog con su nombre. Un poco de historia oficial, recuerdos, historia, tradiciones, costumbres. Y ahí estuvo cerca de un año, circulando el blog sin mayores noticias. Debo ser honesto al decir que la intención es que las tradiciones de Palestina se supieran en otras partes y talvez, remotamente, pasó por mi cabeza la idea que a través de ésta, recuperase a mis amigos.

Un buen día, Edgar Morales, sobrino de Jorge, encontró el blog y de inmediato, se comunicó conmigo y se lo hizo saber a Jorge. El corazón me dio un vuelco. A Edgar lo recuerdo con el pelo liso, peinado siempre hacia abajo, morenito, menudo. Mucho menor que yo, al grado que hasta muchas semanas después de ese fenomenal reencuentro, me recordaron que le decíamos la “Changa”.

“Te voy a pasar el correo de mi tío para que te comuniques con él”, me anunció Edgar en uno de sus correos. Se lo agradecí con el corazón. Pero Jorge me ganó y el día que me disponía a escribirle, encontré en mi bandeja de entrada su primer correo. Bendije a la Internet por el grandísimo milagro de haber reencontrado a un hombre con quien crecimos juntos, rodeados de esperanzas e ilusiones.

***

–¿Bueno?...

–¿Sí, quien habla?

–Soy yo…

–Angelito, ¿eres tu? –me dijo como si estuviese habituado a mi voz–. En la de él noté emoción; no podía ser menor la que y sentía al oír, por primera vez en más de 30 años, aquel timbre que ya no era el mismo que escuchaba de niño.

Hablamos casi media hora por teléfono; recordamos nombres, amigos comunes, lugares, anécdotas.

Ha sido un reencuentro fenomenal. Lo que creí desaparecido para siempre, ha vuelto a renacer, a recrear el pasado para abonar el futuro. Por Jorge ahora sé que muchos amigos de la infancia están bien; que tienen un hogar, una familia y que, gracias Dios, nadie ha caído en las garras de la maldad. Hemos de agradecérselo a nuestros padres, a aquellos hombres y mujeres que hace cerca de cien años, fundaron un pueblecito en medio de la montaña y decidieron mantener una simiente intacta, que sabe hacer lo bueno.

No ha sido Jorge Guillermo, su familia y Edgar los únicos que han surgido como parte del milagro de la tecnología moderna. Ligia Carolina Morales… Ya habrá oportunidad para comentar sobre el reencuentro con ella, hija de uno de los hombres, para mí, ilustres de Palestina de los Altos.

Comentarios

Anónimo dijo…
Tio Lon,
Hay un dicho que dice la esperanza nunca muere. Gracias por recordar a mi Hermano Jorge por todo este tiempo, recuerdo bien la noche que paso todo, pues yo era un patojo tan shute como cualquier patojo en Palestina. Si te acordas de la patada que le propinaste al Victor Carreto fue el estreno del par de botas que el mismo Jorge te dono despues que salio del Hall.
Recuerdo cuando Jorge emigro a los estados, te dejo encargado a su Hermano menor "el Guatel". Fue trabajo dificil para don colores, porque este patojo ere muy activo y travieso. Angel, en esta oportunidad te agradesco por la amistad que siempre perduro en ti, y que nunca murio la esperanza de encontrarte de nuevo con mi Hermano.

Tio Lon,
Siga adelante que esto recien empiensa.

Hugo Morales "Canche Guatel"

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