Los barriletes, tradición en el Día de los Difuntos

Milenaria costumbre que se asentó en Palestina


Apenas se disipaba la última nube embarazada de agua por el mes de octubre, y la gorda luna dejaba ver su brillantez, los preparativos para hacer los barriletes tomaban un cariz de urgencia, casi de guerra; los pajonales secos eran virtualmente invadidos por la patojada que buscaba los mejores “chumos” para hacer el esqueleto del barrilete.
El cáñamo, el engrudo y el papel de china se convertían en productos de primera necesidad en las tiendas del pueblo. Morado, amarillo, rojo, verde… Colores chillantes pero alegres, despedían un olor a fiesta que, irónicamente, se dedicaba a los muertos. Era el Día de los Santos, fecha en que en todas las casas se hacían coronas de ciprés y margaritas, y cadenas de papel morado para honrar las tumbas de los que ya habían partido para siempre.
Lósber López y su hermano Sindulfo –los más hábiles para la elaboración de los barriletes– invariablemente, marcaban la pauta para el inicio del ritual que incluía habas tostadas, atól de elote o, uno que otro cigarro “Rubios”, cuando ya la manía de echar humo por la boca nos había guiñado un ojo.

Nunca supimos cuál era al mito detrás de nuestra divertida tradición. No hubo quién nos dijese que en algunos pueblos indígenas de Guatemala, especialmente entre los quichés, se creía que los barriletes representaban a las almas de los muertos, o que en otros pueblos de la misma raza, consideraban a éstos como el conducto para enviar mensajes al cielo, donde viven los difuntos.

A nosotros, nos importaba el juego, la competencia sana que muchas veces nos hizo correr entre la milpa seca o los campos recién cortados para recuperar aquel barrilete que se había escapado, o bajar al que había quedado enredado entre las ramas de un cerezal o el célebre árbol de laurel que coqueteaba con la Iglesia Vieja y a la vez, hacía de mojón en los terrenos de doña Luisa Velásquez.

¡Cuántos barriletes quedaron en ése árbol como testimonio de nuestra alegría e inocencia!

Era común que cuando el barrilete rondaba los terrenos altos del norte de Palestina, enviásemos “telegramas” que hacíamos con un pedazo de papel cualquiera; éste desafiaba la gravedad recorriendo lentamente el hilo hasta alcanzar al barrilete. Era el éxtasis.

Cuando el general chino Han Hsin, unos 200 años antes de Cristo, utilizó por primera vez los barriletes para medir la distancia entre sus campamentos y las ciudades sitiadas por su ejército, jamás imaginó que su invento serviría para sustentar creencias que hoy son milenarias en todas las razas del mundo.

Por ejemplo, en países como Japón, Corea y La India, se cree que los barriletes alejan los malos presagios, creencia derivada de un episodio militar durante la dinastía Silla, cuando los soldados se negaban a combatir tras avistar la caída de una estrella fugaz. El general Gin Yu-Sin, hizo elevar, por la noche, un barrilete envuelto en llamas, haciendo creer a los soldados que la estrella caída había vuelto al cielo.

En otros países de Asía, los barriletes son considerados talismanes para ahuyentar los malos espíritus, mientras que en algunas civilizaciones nativas de América del Sur, creían que mediante los barriletes, se invocaban a los buenos espíritus de la cosecha.

En algún momento, en Edo (hoy Tokio), se llegó a prohibir el vuelo de barriletes, debido a que, según las autoridades, distraía a la gente de su trabajo.

Con una historia milenaria, los barriletes en Guatemala son una tradición en el Día de los Muertos. Y Palestina no pudo quedar sustraída de un entretenimiento que, hasta donde sé, nadie sabe cómo llegó para quedarse como una costumbre que, junto con el atól de elote, el arroz en leche y el ayote curtido, son lo que lo distinguen del resto de municipios de la región.

La celebración del Día de los Santos Difuntos, tiene su particularidad en Palestina de los Altos. La elaboración de coronas a base de ciprés, margaritas y azucenas, comienza desde una tarde antes del principal día, es decir, del 1 de noviembre.

Esa misma tarde también se preparan las viandas, todas a base de dulces, que habrán de llevarse al Cementerio General. Largas “cadenas” de papel de china en color morado, negro y anaranjado, se preparan para ser llevadas desde muy temprano a los difuntos.

Desde las cuatro de la mañana, el Cementerio comienza a llenarse de gente; indígenas y ladinos se unen en una plegaria interminable de rezos que dura hasta la tarde. Tristeza, dolor y alegría se mezclan en el aire de Palestina durante todo el día.
Alrededor de las 10 de la mañana, una o dos zarabandas desata su alegría en los salones de don Walberto Maldonado y don Isaías Cifuentes. Ahí, el infinito popurrí de canciones populares interpretadas por una pequeña marimba orquesta, invita a bailar a medio mundo.

Afuera, los barriletes volando, llevando mensajes de esperanza.

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