Abandóname en febrero

Cuentecillo
Las secuelas de un prepotente "adiós"


Arrastrando la memoria, tuvo fuerzas para estampar los recuerdos sobre aquella sucia mesa, en la que un ejército de moscas parecía deliberar sobre quién de ellas habría de llevarse el único botín que el anterior inquilino había dejado: El salitre de un par de lágrimas que no pudieron curar la herida sangrante que quién sabe quién le dejó.

Entrecerró los ojos, hizo un ademán autoritario; no tuvo valor para pronunciar una sola palabra y hubo de atenerse al entendimiento de aquel extraño sirviente que, sin pensarlo, se dio media vuelta y regresó casi al instante con el primer brebaje que se le ocurrió. Él, inerte como una pieza de piedra, bebió; bajo sus manos, el pelotón de impertinentes insectos revoloteaba, como exigiendo la cuota que les correspondía. Hizo caso omiso. Ellas también.
Una sonrisa en él clavada desde hacía tiempo, se movió con brutalidad en su pecho. Jirones de su alma asaltaron sus ojos y complació a los miserables bichos que ya habían iniciado la invasión de sus mejías.
Movió las manos con ademán desesperado e imploró con un susurro que escucharon todos:

–No te vayas…

Sintió la mueca del dolor en el rostro y la nube que cubrió sus ojos, soltó el diluvio que durante muchos años no regó su pasión de hombre. Repasó, una a una, las veredas de la última mirada –casi de compasión– que sintió en el alma cuando escuchó el prepotente “adiós” que le hundió, otra vez, en la soledad de la que creyó haber huido para siempre.

Tomó un prolongado sorbo hasta que sintió que el aire de aquella botella llenaba sus pulmones. Irguió lacónicamente el índice izquierdo sin pronunciar palabra…

El sirviente entendió el mensaje y renovó la bebida. Los grotescos ojos de un hombre sentado frente a él, le miraban impasibles. De sus labios semiabiertos brotó un hilillo de saliva que se descolgó hasta la sucia camisa. Otro, dormitaba sobre un plato vacío, balbuceando. Más allá, una mujer discutía a solas con sus penas.

–No te vayas –volvió a pronunciar, ésta vez con una dicción que solo su corazón supo deducir.

Crujió en su mente la reminiscencia del pasado reciente y lejano que, terco como la más necia de las mulas, volvía a él como saeta indomable, dispuesta a cavar profundo con ese cuchillo del que se cuelgan las últimas fuerzas del suicida.

Vio su rostro sin verlo y le clamó como el fanático reclama su porción bendita al más alto de los Santos.

–¡No te vayas!” –gritó sin recato… Todos, menos su amada ausente, le escucharon.

Sintió el frío latigazo de la retentiva gregaria que le acompañó desde aquellas tardes impertérritas, en que solo le atenazaba el placer de ver a su primer amor, cargada de futuro. Muescó con ironía la boca y rió al recordar la última vez que le vio, por casualidad, en un supermercado: El tiempo había sido inmisericorde con ella, pero aún conservaba aquellos ojos grandes y negros que se cerraron en el primer beso de su vida.

Desde entonces, el amor fue su pasión… Pero también, su peor pesadilla, ésa cortina que, impúdicamente, revuelca, hoy, su apaleado escepticismo romántico. Recorrió sueños y vivencias; recordó actos y fantasías. Y solo encontró la misma historia personal, sin magia ni ensueño. La misma forma.

En la deteriorada pared, un destartalado calendario exhibía los doce meses del año. Cada mes una lanza que invadía su historia, su corazón.

–Once maldiciones… Quizá más… Talvez, mucho, mucho menos, solo alucino en medio de éste inmenso, profundo dolor –pensó.

–¿Te vas a ir? –preguntó al vacío–. Si vas a abandonarme, que sea en Febrero… Su último día.

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