Las cumbres de Palestina, mudos testigos de una historia cruel

Macario, de muerte en muerte hasta morir


Las humaredas que salían de los
hoyancos de los techos de palma
y pajón, dibujaban siluetas
antojadizas, imputadas de burlas
...
La tierra soltó su característico olor a humedad primeriza; de sus entrañas, insectos voladores salían como en un festejo cuidadosamente ensayado. A lo lejos, las flacas vacas del pueblo mugían y los perros, daban saltos jubilosos… Uno que otro burro, entonaba onomatopeyas que recordaban el implícito deseo de los hombres por refocilar, precisamente en éstos días en que, decían las abuelas, “los hijos engendrados salen trabajadores y las mujeres, hermosas”.
Macario dio escasa importancia al alboroto de animales y naturaleza y se dirigió con su autonomía de autómata, a la orilla del río que apenas empezaba a juntar las primeras gotas de agua que mayo, que entonces, se presentaban con tal puntualidad, con rigor de franqueza que rompía la eterna monotonía y obligaba —la precipitación justa y sincronizada— a desgarrar el silencio con fiestas improvisadas y espontáneas.
Los amores dolorosos que le obligaron a refugiarse en aquel rincón olvidado del universo, se bosquejaron en el horizonte pintado de verde, azul, morado y amarillo, atrás de aquellas montañas que empezaban a cerrar los ojos ante la ausencia de lo que para ellas, sin darse cuenta, era su idilio: el sol, que ya hacía muchos minutos, galanteaba con otros montes, allá en donde empezaba el día.
Pensó, Macario, en aquel cuerpo moreno, cuerpo de mujer que nunca pudo poner distancia entre el amor y sus deseos, entre sus deseos y sus ansias de volar, loca de felicidad, sobre los mortales, sobre las aguas mansas que el delirio desbocó hasta hacer parir en los ojos de Macario, cascadas de llanto salado que mataron para siempre su forma de ser.
Las humaredas que salían de los hoyancos de los techos de palma y pajón, dibujaban siluetas antojadizas, imputadas de burlas que le hicieron palidecer de nuevo. Cerró los ojos y contuvo los gritos que desde hace años, el pecho conserva para darlos, cuando la vuelva a ver. Divagó despierto, sembró su quijada sobre el pecho y dejó que las lágrimas bañaran, otra vez, sus mejillas.
Imploró, en el fondo de su soledad, los trancazos que su padre le daba cuando, de niño, incumplía con las normas de la familia. Era la única forma —pensaba él—, de salir de aquel infierno al que cayó por amar a la mujer que nunca sería suya.
Arrastró los pies hasta las pequeñas rocas que daban majestuosidad al río huraño a las aguas durante los meses en que el frío oprimía sus fatigados huesos. El viejo farol que simulaba ayudar a los ojos de los escasos transeúntes que tropezaban con la necesidad de pasar por ahí, se hacía el desentendido con los nuevos enamorados que buscaban refugio en las sombras de aquel río, para amarse.
Vio —con los ojos cerrados— y escuchó —con los oídos marchitos—, promesas de amor inmarcesible, de fidelidad pulcra, perfecta. Rió en su mutismo y recordó la mirada puntual que ella le concedía cuando, en la ignición de sus íntimos deseos, le juraba fidelidad.

—No quiero fidelidad —le decía Macario en la sobriedad de sus intenciones de hombre cabal—.—Solo espero lealtad —le siseaba sobre su sien poblada de finos, largos y negros cabellos.

Aquellas palabras tocaron fondo, de inmediato, en su corazón. Soltó sus manos de ellas mismas; tronó sus dedos y vio la oscuridad que ya había impuesto su señorío sobre el pueblo que se adormecía con los gritos de los pocos muchachos que habían decidido, esa noche, romper la regla de regresar para echarse en la cama antes que el último autobús, dejase al último viajero del pueblo, frente a la desierta plaza municipal.
La única taberna del pueblo, no tenía horario fijo; lo mismo cerraba cuando el último briago de la tarde decidía que era hora de llegar a casa para apalear a su mujer, que hasta que el único bohemio del pueblo, se quedaba arqueado sobre la señera mesa ocupada. La única norma de la taberna era consumir tanto alcohol como le fuera posible al parroquiano.
Macario no tuvo ninguna otra opción; nunca la tenía. Ante el abandono, ni plata ni oro, ni perlas preciosas, le alejaban de su destino.
Pidió, como de costumbre, el licor más barato. Tardó horas viendo, entre sombras, la bebida que, a su parecer, le arrastraría al olvido… Por lo menos, en esa noche en que el frío, le era indiferente. Ya se había habituado a los bohemios accidentales que, a sabiendas de su visita a la cantina, se hacían los espantajos milagrosos. Le gustaba que le escuchasen, que de vez en vez, uno que otro le dijera que ella, la morena que ya conocían a ímpetu de recuerdos desollados, le seguía esperando como una bestia que confía en la certidumbre de un Dios del que nunca sabrá ni media palabra.

—¡No digás mierdadas! —solía gritar cuando comparaban a su doncella con una bestia.

No faltaba quien, sabiondo, se revolvía en explicaciones filosóficas y teológicas sobre la bestialidad de los seres humanos. Liquidaba sus dudas con otro brindis y reía a carcajadas, soportando aquella comparación que, a la larga, le daba, transitoriamente, fortaleza a su decaído espíritu.
Flacuchento desde que puso su mirada en ella, dobló el huesudo pescuezo y mostró a sus ocasionales y furtivos invitados, el raído poster de Thandie Newton que colgaba sobre la sucia pared de madera.

—¡Es ella! ¡Se parece a ella! ¡Como si las hubieran hecho con el mismo molde! —gritó—.—¿Me comprenden ahora? —pregunto sin obtener respuesta.

Sintió un agudo y punzante dolor en la pierna derecha; se llevó la mano izquierda debajo del fémur y trató de aliviar el dolor con apretones contundentes y espaciados. El médico del pueblo le había dicho que, de tanto tomar trago, su cuerpo ya resentía los estragos.

—¡Que se vaya a la mierda el doctor! —gritó sin pensarlo—.—Me voy a morir cuando Dios tenga la decencia de darme la cara, me mire a los ojos y me mande al infierno —masculló.

—¿Por qué no te quieres ir al cielo? —preguntó uno, entre babas y miradas perdidas en la nada.

—Porque no quiero ver eternamente al que me hizo infeliz —respondió con la cabeza baja, los ojos desorbitados, el pelo desaliñado y las manos flojas.

Todos callaron un momento; comprendían el dolor de aquel hombre, pero no entendían sus motivos para entretenerse en ésta vida en la que, según él, ni Dios tenía piedad de su desdicha. La botella había despedido su último zumo. Macario, aturdido, sin fuerzas y sin más esperanza que dormir para olvidar, apoyó sus manos sobre la mesa de madera, pintada de azul profundo. Pidió la cuenta y de una vez, anunció que la pagaría al siguiente día. El cantinero, asintió, sabedor que era un cliente cumplido.
Fue el cantinero el que quiso saber las razones de sus maledicencias contra Dios. Él, que a pesar de tener el oficio de arrastrar a un alivio pasajero los pesares de aquellos hombres bragados en luchas cotidianas y rutinarias, era un católico fervoroso, creyente de la Virgen y devoto del Sagrado Corazón de Jesús.

—No diga pajas, Macario, que Dios sabe por qué hace las cosas.

—¡No, usted no diga pajas! —replicó enérgico—.—Dígame, si Dios sabe por qué hace las cosas, ¿por qué permite que yo blasfeme contra él? ¿Por qué permite que usted nos embriague hasta convertirnos en piltrafas?

—Está usted más loco que el Güicho; mejor váyase a acostar que ya amaneció y qué vergüenza que la gente lo vea arrastrándose hasta su cuartucho.

—Pero antes dígame si Dios es justo —dijo mientras se limpiaba las babas que le caían al pecho, sobre la camisa brillante de mugre.

—¡Váyase a dormir y deje de decir charadas!

—¡Pues usted quédese en ésta mierda…! —Bramó y se puso de pie.

Caminó lento, sin despegar los pies del suelo.

Algunas mujeres del pueblo ya barrían las aceras de sus casas, cuando puso el pie en la primer grada que le llevaría hasta la calle. El olor a tierra mojada, los grillos que, parecía, se habían quedado a esperarle, seguían su rutinaria y melancólica canción. Nubes blancas y un poco de niebla, acariciaban al pueblo. Sobre la primer montaña que se le antojó ver, los cipreses, pinos y cerezos, bailaban a ritmo de un extraño Requiescat In Pacem…
Cuando hubo puesto los pies sobre la segunda grada, sintió un dolor agudo, profundo en su estómago; levantó la mano derecha y alzó la cabeza entreabriendo la boca que dejó ver sus amarillentos dientes. Vio a la vendedora de frutas y verduras que corría hacia él con las manos debajo del delantal y los senos danzando bajo el colorido güipil. En el corazón, advirtió, al principio, cosquillas ácidas y adormecimiento pesado; aflojó los brazos dejándolos caer a sus costados que para entonces, buscaban golpear el quicio de la puerta de aquella cantina donde pasó la noche.
Con los ojos desorbitados miró de frente y se inclinó, casi hasta tocar con su nariz, la calva del anciano que tenía clavada su furibunda mirada sobre la suya; el escaso pelo blanco que se deslizaba sobre la nuca del viejo hasta la media espalda, ondeaba lentamente, regándose sobre su nariz abultada, confundiéndose con las patillas que protegían del frío sus mejillas. Macario le sonrió apacible y trató de poner sus manos sobre el hombro de aquel añejo conviviente del pueblo en el que tampoco tenía un familiar conocido. Era el cura del pueblo, que desde su llegada ahí, tomó a Macario como a un hijo.

—¡Dios es justo y santo, bastardo comemierda! —declaró el anciano casi con dulzura, mientras giraba dementemente su mano derecha sobre el tórax de Macario.

El afilado cuchillo que penetraba en el estómago de aquel perdido de amor, llegó, finalmente, hasta la garganta de Macario. Había atravesado el corazón, rasgado los pulmones y abierto, hacia afuera, el cuello.

—¡Hijo de la gran puta! —alcanzó a decir Macario, antes de caer a media calle hasta donde rodó, ya sin vida…

—¡Pobre hombre, lo atrapó la justicia divina! —murmuró el cantinero.

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