El persistente aporte a la nota roja guatemalteca

La "Curva de los Payasos", tragedia permanente en el recuerdo


Sucedió en los primeros años de la década de los 70’s; quizá en 1973. Era una tarde soleada y tranquila, La puerta de la casa daba justo hacia la curva que ése día recibiría el bautizo definitivo: La Curva de los Payasos. Posiblemente eran las 3 de la tarde. La memoria se niega a aportar los recuerdos precisos. Mi madre y mis hermanas preparaban el nixtamal para llevarlo al molino de don Ulises. Me habían encargado ayudar con una cubeta del grano cocido.

De pronto, un estruendo rompió el monótono silencio de éste pacífico pueblo en el que todo lo que ocurría de extraño, era una novedad que flotaba en el ambiente durante varias semanas. Algunas veces, con el resto de patojos recreábamos lo ocurrido a modo de teatro callejero sin que nadie se interesara en nuestras habilidades histriónicas. Lo disfrutábamos, eso sí.
En línea recta, la curva no estaría a más de un kilómetro de distancia de donde me encontraba. Al estruendo, una inmensa nube de polvo surgió de entre las casas y la milpa. No se podía distinguir si entre la polvareda había humo. Todo era caos. A pesar del silencio sepulcral que sobrevino a la primer barahúnda y la relativa distancia entre el lugar del accidente y donde quedé petrificado, no escuché gritos ni lamentos.
Unos días antes (un domingo como a las diez de la mañana) un Jeep también cayó en esa trampa e igual, provocó una polvareda descomunal. No era extraño, entonces, que ello estuviera sucediendo.

–Debe ser algún carro que se volcó–, pensé y solicité permiso a la superioridad para vestirme de fisgón.

–¡Urge la masa para los tamales!–, fue la tajante respuesta de doña Chana a la que solo un coronel bragado en muchas guerras se atrevía a contravenir sus órdenes. Sin perder su aplomo ni desistir en su postura, preguntó qué había sido el ruido que incluso, me dio la impresión que hizo temblar la tierra.

–Creo que se volcó un carro en la “vuelta de los Peñalonso”¬–, le respondí con enfado, refiriéndome a la curva que antes de ése día, así la conocíamos dado que ahí vivía una familia con esos apellidos.


–Pobres los Peñalonso, un día
de éstos los va a aplastar un carro que se quede sin frenos–, dijo sin dejar de hacer su oficio de cocina.

–Si no es que ya los mataron–, opinó Nelly, mi hermana menor que tenía la facultad de tener siempre la razón cuando abría la boca.

–Voy a ver–, anuncié determinado. Era la oveja negra y además, tenía el carácter de Mamá, lo que me otorgaba ciertas concesiones con ella que no daba a torcer su brazo en cuanto a mi parecido con ella en ese sentido.


–A la mierda!–, gritó. –Vos no vas más que a llevar el nixtamal al molino–, sentenció.

Era el único hombre en casa en ese momento y tenía la obligación de cooperar. Mamá salió al patio y volteó hacia la curva. Yo ya me había desinteresado del asunto.

–¡Virgen Santísima! ¡Los Peñalonso se están quemando!–, gritó.

Voltee hacia el lugar del accidente y ví las llamas que sobrepasaban los altos cipreses y pinos del cerro que coronaba la dichosa curva.

–¡Corré, andá a avisar al alcalde!–, me ordenó dándome un empujón por la espalda que casi me hace enterrar la nariz en tierra. “Y llevá cubetas de agua por si se ofrece”, añadió´.

Me había salido con la mía y antes que mostrase el menor signo de arrepentimiento, salí como caballo desenfrenado, sin una sola cubeta en las manos.

–¡Las cubetas, patojo pisado!–, gritó Ma
má, pero, ya era demasiado tarde.

En el camino dejé a varios vecinos que ya corrían hacia el lugar del accidente. El alcalde (que ya no recuerdo quién era), me informaron eventuales socorristas que cargaban cantimploras y tinajas de agua, ya había sido informado y se disponía a acudir en auxilio de las víctimas. Carlos Monterroso y Oscar, “El Pelé”, me llevaban varios metros adelante y no atendieron mis gritos a esperarme. Corté distancias y atravesé los terrenos de doña Juana y don Cayo, pasando detrás de la casa de Camelita, hasta salir a solo unos metros del accidente.
La escena era dantesca. Las llamas y el humo no dejaban ver e
l vehículo que se había salido de la curva hasta caer sobre la casa de los Peñalonso. Un indígena venía cuesta abajo dando gritos de terror; en su mano, un machete y los ojos, desorbitados.

–¡Leones! ¡Tigres! ¡Andáite güiro! ¡Leones! ¡Tigres!.


Intenté hacer caso omiso, pero la gente que seguía despavorida al hombre aquel, me hicieron desistir.

–¡Es un camión de circo, se escaparon los tigres y los leo
nes!–, explicó sin resuello y con gritos entrecortados una mujer, también indígena, que venía entre los que huían del lugar.

Frente a la casa de doña Camelia, un consejo de vecinos escuchó a los primeros curiosos que llegaban con la mala noticia de los animales del circo.
Los hombres grandes, se armaron de palos y
machetes y marcharon hasta el siniestro. A los patojos y mujeres, nos ordenaron encerrarnos en las casas hasta que el peligro hubiese pasado. No cupimos en casa de doña Camelia y salimos en desbandada hacia el pueblo. Ahí esperamos noticias. No había teléfono ni radio para llamar a los cuerpos de emergencias. Solo el viejo telégrafo, cuyo telegrafista, se dijo, estaba en la cantina.
Nos armamos con lo que pudimos y nos mantuvimos a la expectativa hasta que alguien llegó con la noticia que los leones estaban carbonizados dentr
o de sus jaulas. Salimos en bandada para asistir al macabro espectáculo.
Las llamas seguían sin ser molestadas. El trailer con las jaulas de los leones, yacía sobre la casa de adobe y pajón, del que ya no había nad
a, más que altas lenguas que la consumían.
Las cubetas y tinajas de agua eran insuficientes; largas filas de hombres, mujeres y niños acarreaban el agua de pozos naturales en las orillas de la carretera. Imposible. Otros hombres, trataban de acercarse a la casa en llamas para ayudar a los que pedían auxilio desde dentro, atrapados entre escombros, polvo, humo y fuego.
Los demás componentes de la caravana del circo “Rex”, hacían lo que podían y se aseguraban que las fieras que se salvaron del percance, estuvieran a resguardo. De pronto un nuevo estruendo: Otro camión del mismo circo se estrelló sobre uno que estaba estacionado sobre la recta. No pasó a más.
Poco a poco, el fuego se fue extinguiendo, casi a capricho propio. Apareció entonces la tragedia. Los habitantes de la casa siniestrada junto con el camión, habían muerto; solo un niño de cinco años había sobrevivido.
Curiosamente, ningún payaso murió, pero a l
a curva, le quedó para siempre ese nombre, como si con ello se intentase recordar la eterna paradoja que cubre a ese aporte de la nota roja de Guatemala.

Durante varios días, el olor de gente y animales quemados, se negó a abandonar al pueblo. Esa misma noche, como fantasma, se escuchó una música aletargada detrás de las montañas que, a pesar de la hora (10 de la noche) se divisaban entre una penumbra a medias y un cielo negruzco.

–Son las almas de los muertos que están cantando en el cielo–, nos explicó Mamá cuando oímos la música. La verdad, no le creí, pero me ayudó a conciliar el sueño. Mejor hubiera
permanecido despierto. Soñé al niño con media cara descarnada y un hueco en donde estuvo el ojo izquierdo.
Me desperté asustado. Mamá lo oyó y se acercó a la cama.

–Patojo baboso, ¿quién te manda a ir a donde no te llaman?

–No me llamaron, Mamá, usted me mandó.

Postdata: Hace unos meses leí en Internet (www.prensalibre.com) que un camión cisterna se quedó sin frenos y provocó otra tragedia a la misma familia que en esa ocasión sufrió pérdidas humanas lamentables. A raíz de ese accidente las autoridades decidieron poner señalamientos y tomar otras medidas preventivas. ¿Treinta y tantos años después?

Comentarios

Anónimo dijo…
Asombrosa retentiva, amena descripcion y cuidado en el detalle. en sintesis un bonito aporte escrito desde la perspectiva de alguien que vivio y comparte esa historia.
Adelante Tio Lon que esto apenas empieza y lo mejor esta por venir.
Leonel Morales
Tío Lon dijo…
Gracias Leonel, sos muy amable. La verdad es que hacemos lo que modestamente podemos para motivar la memoria, antes que Hlazhaimer nos gane terreno.
Y sí, coincido contigo en que lo mejor está por venir. No debemos dudarlo.
Recibe un cordial saludo.
Respetuosamente
A. Flores

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